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Pablo Molina

Un obstáculo menos para ETA

Cuando el paso del tiempo despeje la neblina de lo superfluo, el apellido Fungairiño seguirá evocando en los ciudadanos un sentimiento de gratitud, mientras que al autor de su cese probablemente sólo le recuerde el colegui que le acompaña al piano

Llevábamos un par de semanas muy buenas, sin que Bono cesara a nadie, y mire usted por donde viene el fiscal general Pompidou y le coge el relevo. Es difícil hablar mal de nuestro Fiscal General del Estado, eminente jurista al que el mundo del derecho debe trascendentales aportaciones, como la doctrina del "delictum vociferantia", elaborada a partir del episodio de torturas a que fue sometido el Ministro de Defensa por dos septuagenarios afiliados al PP, pero lo cierto es que la dimisión forzada del fiscal Fungairiño no pasará a los anales de nuestras glorias jurídicas. Desde "El Pollo del Pinar", los fiscales generales del estado socialista se han distinguido por su actitud servil hacia el poder político, pero Pompidou esta vez ha exagerado.

Fungairiño, que no entró en la carrera judicial por el cuarto turno, como la vicepresidenta del gobierno, sino que es –él sí–, un jurista de reconocido prestigio internacional, ha sido además a lo largo de toda su carrera un eficacísimo fiscal con importantes servicios a la nación en materia antiterrorista. Cuando Garzón inició la causa contra Pinochet, la única voz sensata de la Audiencia Nacional fue la de Fungairiño, que no consintió envilecer su criterio profesional por seguir la tendencia políticamente correcta de la mayoría de medios de comunicación, que trata a los dictadores en función de su ideología, ni la de los jueces estrella, que utilizan la ley para postularse al Premio Nobel de la Paz.

La coherencia profesional y el decoro, son virtudes incompatibles con la tendencia actual de convertir el derecho y las instituciones en elementos maleables para la consecución de objetivos extraconstitucionales. Los lacayos del PSOE lo saben bien y actúan en consecuencia. Pero cuando el paso del tiempo despeje la neblina de lo superfluo, el apellido Fungairiño seguirá evocando en los ciudadanos un sentimiento de gratitud, mientras que al autor de su cese probablemente sólo le recuerde el colegui que le acompaña al piano en las fiestas, mientras él ataca las estrofas de "La Internacional".

Fungairiño suscita en el submundo terrorista nada más que odio y temor –que le pregunten a la hiena de Parot, que si fuera por Fungairiño seguiría otros veinte años más en la trena–. En cambio, cuando detienen al cabecilla del brazo político de la banda, lo primero que hace es preguntar altivo si lo sabe Pompidou. No cabe mejor manera de blasonar los merecimientos de uno y otro.

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