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Ricardo Medina Macías

Santidad de la vida humana

Cierto, se puede ser agnóstico y ser liberal, pero con mayor razón no se puede ser cristiano, católico o judío creyente sin compartir, con el liberalismo, esa rica y profunda concepción antropológica, en la que el ser humano es sagrado.

Sólo remontándonos a su origen, la antropología judeocristiana, podemos captar toda la profundidad y extensión de la libertad humana. Con toda razón, al liberalismo le repugna que las controversias humanas –de índole religiosa, política, económica, cultural– se diriman mediante la eliminación del contrario. No se trata de una mera preferencia política sino de una convicción mucho más profunda: la vida humana es inviolable, intocable, sagrada.

Detrás de esta defensa a ultranza de cualquier vida humana –defensa de la que derivan las condenas a la tortura, a la violencia, a la pena de muerte, a la discriminación, a la esclavitud, al abuso sexual, a la dialéctica de las armas– se encuentra una concepción de la naturaleza del ser humano de gran riqueza y profundidad. Se encuentra la esencia del hombre como individuo racional y libre, dueño de su destino y capaz de discernir y elegir en cada encrucijada lo que le conviene, es decir, el bien. Un bien que hemos de calificar las más de las veces como un bien relativo, sujeto entre otras limitaciones a las que impone un conocimiento insuficiente, parcial o sesgado de la realidad y a la formidable fuerza de las pulsiones instintivas, de la presión social y hasta de la amenaza proveniente del poder político.

Esta antropología del auténtico liberalismo es la misma antropología de la cultura judeocristiana que se encuentra plasmada a lo largo del Antiguo y del Nuevo Testamento. La Ilustración, origen de lo que hoy conocemos como liberalismo, hereda del judaísmo y del catolicismo –a querer o no– la noción de la santidad de la vida humana. Sacralidad del ser humano –en cuyo núcleo está la libertad, como punto de encuentro de la razón y de la voluntad– que queda plasmada en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. La Ilustración, en cierta forma y en algunos casos, rompe con Dios, pero nunca rompe con la noción del ser humano como algo sagrado, ni con las concepciones derivadas de esa antropología: la primacía de la verdad, la confianza en el poder de la razón para discernir la verdad, la preeminencia del individuo libre sobre cualquier entidad de carácter colectivo, sea el Estado, sea la Iglesia como aparato jerárquico-burocrático (no confundir con la Iglesia como depósito de Fe y doctrina, ni con la Iglesia como "cuerpo místico de Cristo").

Cierto, se puede ser agnóstico y ser liberal, pero con mayor razón no se puede ser cristiano, católico o judío creyente sin compartir, con el liberalismo, esa rica y profunda concepción antropológica, en la que el ser humano es sagrado.

Los arrebatos del moderno "fundamentalismo anti-fundamentalista" –que pretenden abolir la noción de verdad a cambio de un vago y sentimentaloide relativismo, necesariamente escéptico– atacan de lleno los fundamentos de la libertad y de la sacralidad de la vida humana. Por ello, no es extraño que los veamos hoy como aliados –¿tontos útiles?– del fanatismo, en la controversia entre la civilización y la no-civilización.

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