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Emilio J. González

Francia asusta al Gobierno

Al Gobierno, por tanto, no le preocupan tanto en estos momentos las necesidades de la economía española como la evolución de las encuestas de intención de voto, a las que parece sacrificar todo.

La cartera de Trabajo, por lo visto, imprime a sus titulares un carácter especial. En cuanto pasan a formar parte del Gobierno, todos los ministros de este departamento acaban por aliarse, en cierta manera, con los sindicatos y es, al final, el vicepresidente económico quien tiene que tomar las riendas para llevar a cabo las reformas del mercado laboral que necesita España. Da lo mismo que el partido en el poder sea el PSOE o el PP: la historia siempre se repite. Con los populares fue Rodrigo Rato quien tuvo que dar los impulsos necesarios para que las reformas laborales que plantearon aquellos Gobiernos vieran la luz, después de muchas discrepancias en torno a las mismas con el ministro de Trabajo de turno. Con los socialistas ha sido Pedro Solbes quien ha tenido que dar un ultimátum: o se negocia la reforma laboral, o se impone desde la vicepresidencia económica. La diferencia es que, en esta ocasión, lo que salga como reforma del mercado de trabajo va a estar muy descafeinado ante el miedo que el Ejecutivo tiene a que en España se repitan las manifestaciones y protestas que vive Francia contra el contrato de primer empleo propuesto por el primer ministro Dominique Villepin.

Nuestro país ha cambiado mucho en materia laboral en los últimos diez años. Hasta 1996, el paro se veía en nuestro país como si fuera una especie de maldición con la que no había más remedio que convivir, una maldición que se manifestaba en forma de altas tasas de desempleo, de precariedad en la contratación, de desesperanza para las mujeres, los jóvenes y los mayores de 45 años de encontrar una ocupación. Hoy, en cambio, ese sentimiento negativo es historia, gracias a las medidas tomadas entre 1996 y 2004 para flexibilizar y modernizar las relaciones laborales. Aquellas medidas, sin embargo, ya no dan más de sí. Su efecto se encuentra prácticamente agotado y sólo sigue manifestándose gracias a la bonanza económica; además, todavía quedan importantes problemas por resolver, como la alta tasa de temporalidad en el empleo, los incentivos a la búsqueda activa de un puesto de trabajo, la movilidad geográfica para evitar que haya zonas de España necesitadas de mano de obra mientras en otras lo que abundan son los desempleados, la incorporación plena de la mujer, los jóvenes y los parados de larga duración al mercado laboral y otras cuestiones importantes para aproximar nuestra tasa de paro al pleno empleo.

Alcanzar estos objetivos, deseados por todos, exige nuevas medidas, nuevas reformas que tienen que incidir en aspectos sensibles de la normativa laboral española como, por ejemplo, el coste del despido o las condiciones para seguir percibiendo la prestación por desempleo. Este tipo de medidas son, en principio, socialmente poco aceptables y suscitan un importante rechazo por parte de los sindicatos y de buena parte de la sociedad. Pero son imprescindibles para seguir avanzando en España hacia el pleno empleo. Por ello, debían haberse tomado al principio de la legislatura. Sin embargo, el Gobierno las ha demorado, como casi todo lo referente a la política económica, y ahora dice querer una reforma laboral, no se sabe muy bien si porque la considera necesaria o si se trata simplemente de que como el PP llevo a cabo varias que funcionaron, los socialistas también quieren colgarse la medalla de que ellos también las hacen. La cuestión, sin embargo, no es que en el BOE se publiquen nuevas medidas que afecten al mercado laboral, sino que éstas sean las necesarias. Tal y como marchan las cosas, no lo van a ser.

Al Gobierno le impone mucho respeto, por no decir miedo, lo que está sucediendo en Francia con el contrato de primer empleo de Villepin. Francia es un país en el que siempre se mira buena parte de la sociedad española y el Ejecutivo teme que, de apretar un poco más las tuercas en materia de reforma laboral, se encuentre con los sindicatos en la calle protestando contra ellas a estas alturas de la legislatura. Al Gabinete, por tanto, no le preocupan tanto en estos momentos las necesidades de la economía española como la evolución de las encuestas de intención de voto, a las que parece sacrificar todo. Y así nos vamos a encontrar, muy probablemente, con una reforma laboral descafeinada, hecha porque hay que hacer algo para acallar a los críticos y dar la sensación de eficacia y eficiencia en la gestión económica. Pero una reforma en la que no se aborden cuestiones tan espinosas como el coste del despido, las subcontrataciones o los incentivos a la búsqueda de empleo, a estas alturas de la vida ni es reforma ni es nada, porque no ataca los problemas pendientes de resolución. Por lo visto, Francia y las encuestas mandan, no los intereses reales de la economía y la sociedad españolas.

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