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Victor D. Hanson

El verdadero debate es la asimilación

Pero todavía hay una solución al problema de la inmigración. Requiere apoyar cualquier práctica que lleve a la asimilación de inmigrantes mejicanos legales a la cultura americana y oponerse a todo lo que no lo haga.

La hipocresía y las paradojas abundan cuando de inmigración ilegal se trata. Parece que hasta los más fieros críticos de los inmigrantes ilegales del sureste americano se olvidan de controlar el estatus legal de los que arreglan sus techos, cortan sus céspedes o lavan sus platos. La semana pasada, miles de manifestantes hispanos, temerosos de nuevas reglas más estrictas de inmigración, corearon "México" y por algún motivo, ondearon la bandera del país del que huyeron y al que, con certeza, no quieren regresar.

Cada vez vemos a más gobiernos latinoamericanos formados por políticos abiertamente antiamericanos pero que, sin embargo, cuentan con que sus ciudadanos se vayan a Estados Unidos en un número sin precedentes. El gobierno mejicano busca seducir a los ricos jubilados norteamericanos para que construyan casas al sur de la frontera, mientras exporta a sus propios sin techo a este país. Menuda forma cínica de pensar: "Vosotros os lleváis a nuestros mejicanos pobres y nosotros nos quedamos con vuestros americanos ricos".

Los que se oponen a la inmigración ilegal lamentan el vertiginoso aumento de los costes para encarcelar a miles de inmigrantes ilegales y de suministrar beneficios sanitarios a muchos otros. Ignoran que esos costes de gasto público se compensan parcialmente gracias al subsidio privado que representa la mano de obra barata.

Por otra parte, los defensores del statu quo tienden sólo a citar estadísticas que muestran cómo los inmigrantes ilegales apuntalan la economía americana, como si trabajadores con poca educación, aún menos inglés y ningún estatus legal no fueran a enfermar, salir heridos o meterse en líos.

La inmigración ilegal está tan incrustada en temas de historia, explotación, raza, clase y dinero que la sola discusión del tema acaba convirtiéndose en surrealista.

Hablamos de un programa de trabajadores invitados como si el millón anual de ansiosos mejicanos que no pasarán el corte fueran a sonreír y quedarse en casa sin más. Incluso para los que sí cumplan los requisitos, un programa de trabajadores invitados es una mala idea porque perpetúa la idea que "son lo suficientemente buenos para trabajar pero no como para poder quedarse". Deberíamos alejarnos del sistema de dos niveles, "ellos y nosotros", y no institucionalizarlo.

También hablamos de deportarlos como si fuera factible enviar de regreso a 11 millones de personas a México en lo que sería el mayor movimiento de masas desde la partición británica de la India. Y no hablamos de la violación colectiva más grande de las leyes americanas de inmigración en nuestra historia.

Pero todavía hay una solución al problema de la inmigración. Requiere apoyar cualquier práctica que lleve a la asimilación de inmigrantes mejicanos legales a la cultura americana y oponerse a todo lo que no lo haga.

Puede que a los empresarios y a los activistas de La Raza –a los que les va tan bien con el actual "sistema" inexistente– no les guste ese planteamiento, pero es la única forma de evitar el revuelo político y cultural que se avecina.

Tal como lo hemos visto con inmigrantes legales de segunda y tercera generación, cuando una persona de México llega a Estados Unidos con sus papeles, aprende inglés y considera un trabajo no especializado sólo como el principio de una carrera y no como su finalidad, muy a menudo el resultado es el éxito.

Y cuando los inmigrantes, de toda nacionalidad, se encuentran rodeados por otros provenientes de todo el mundo, por lo general aceptan el inglés como un vínculo fundamental y ven que lo que importa es una cultura común, y no la raza.

Segundo, las cifras son importantes. Estados Unidos puede asimilar a cientos de miles de mejicanos al igual que hace con otros grupos de inmigrantes que vienen legalmente y que se integran por todo el país en barrios multiétnicos. Pero no puede asimilar rápidamente a millones de personas de una pobreza abyecta que vive en comunidades racialmente segregadas. Allí es cuando la alegría de llegar a Estados Unidos se convierte en la amargura de convertirse en parte de la clase más baja.

Tercero, los inmigrantes pueden sobrevivir un golpe en contra, quizá dos, pero no tres. Un ciudadano mejicano que esté ilegalmente en el país podría prosperar con un inglés fluido y un bachillerato. Pero cuando uno es ilegal, no habla inglés fluido y no tiene una educación –y está acompañado de millones que comparten esas desventajas– es entonces cuando somos testigos de esa clase de sentimientos en carne viva que ahora vemos en el Congreso y en nuestras calles.

Dadas estas realidades, deberíamos permitir a esos inmigrantes ilegales que han estado viviendo y trabajando por lo menos 5 años que empiecen con los trámites para obtener la nacionalidad. Pero, deberíamos insistir que ésta será cuestión de una vez y no una amnistía periódica que incite a otros a ir contra la ley y que logren colarse injustamente por delante en la fila de la inmigración.

Mientras tanto, reforzar las fronteras, imponer sanciones a los empresarios, construir muros y llevar más policías para prevenir la inmigración ilegal funcionará sólo si permitimos que México tenga un cupo generoso de inmigrantes legales.

El verdadero debate de la inmigración es convertir a los que llegan legalmente en ciudadanos. Pero no podemos hacerlo hasta que trabajemos con los que ya tenemos aquí y nos aseguremos que otros en el futuro vengan de forma legal y en cantidades más discretas para que no repitamos los compartidos errores de nuestro pasado.

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