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Luis Hernández Arroyo

Referéndum catalán

Ortega tenía razón en su famoso discurso de 1932: debemos aprender a no ceder ante un nacionalismo que nunca se sentirá satisfecho.

No es difícil prever lo que va a salir del referéndum sobre el estatuto: un "sí" acompañado de una considerable abstención, lo que dejará en las manos del emergente Mas la capacidad de decisión. Muchos se alegrarán de la defenestración de Rovira y su sustitución por un señor con seny de verdad. Yo creo que España pierde. Cataluña también, pero eso es otra cuestión.

España pierde porque no saldremos de esa confusión cuya máxima expresión es el estatuto. Pujol y su sucesor Mas, junto con el eterno adlátere Durán, han sido el anestesiado tormento de España. Sabían lo que hacían: su confusión y ambigüedad eran refinadamente calculadas; pero es que vienen de una larga tradición: Cuando en las Bases de Manresa de 1892, se reclamaba (subrayados míos) "la legislació tradicional de Catalunya, l’oficialitat única de la llengua catalana, que els càrrecs públics havien de ser reservats exclusivament als catalans, l’emissió de moneda pròpia, la formació d’un cos d’exèrcit amb voluntaris o diners i l’ordre públic sota la jurisdicció del govern català", no hace falta traducir para ver que sus juramentos de no separatismo eran falsos. Siempre, en la historia del catalanismo, ha sido así (incluso con Cambó, el supuestamente moderado): declaración grandilocuente de fidelidad a España y reclamaciones claramente separatistas. Ortega tenía razón en su famoso discurso de 1932: debemos aprender a no ceder ante un nacionalismo que nunca se sentirá satisfecho.

Los españoles no hemos sabido lidiar con el problema, y ahora ya es tarde. Les vamos a conceder un estatuto claramente rupturista de la constitución, pero que pasa nominalmente por ser compatible con ella. En todo caso, ya nos han prometido que este estatuto es defectuoso y provisional (sic). Esto crea una posición aún de mayor debilidad del gobierno de la nación que si fuera un estatuto independentista.

En algún momento de la historia reciente el gobierno debería haber aprovechado la lección canadiense y su "ley de la claridad". La llamada ley de la claridad, promulgada el 29 de junio de 2000, acabó de un tajo con las continuas amenazadas de ruptura de los nacionalistas quebequianos, que iba planteando sucesivos referéndum que, gracias a la oscuridad de la pregunta que en ellos se planteaba, habían conseguido acercarse a una mayoría secesionista.

La ley es muy sencilla: exige que "esta voluntad clara de secesión tendrá que expresarse mediante una mayoría clara que responda afirmativamente a una pregunta que aborde claramente la cuestión de la secesión y no un proyecto vago de asociación política". Además, prohíbe al gobierno de Canadá entablar negociaciones de este tipo, a menos que la Cámara de los Comunes haya comprobado que la pregunta del referéndum aborda claramente la cuestión de la secesión y que una mayoría clara se haya pronunciado a favor de la misma.

Es decir, cualquier parecido con el confusionismo reinante aquí, pura coincidencia. Así nos va.

Por eso decía al principio que hubiera sido mejor para España que Rovira convenciera a Zapatero de votar un estatuto claramente secesionista. Hubiera creado más inquietud entre los votantes, y seguramente hubiera ganado el "no".

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