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José García Domínguez

Esperando a los bárbaros

Sucedió en 1955, cuando una mañana radiante el abad de Montserrat, Aureli Maria Escarré, convocaba a su vera a un selecto ramillete de dirigentes de congregaciones seglares, la flor y nata de las más pías familias de Barcelona.

Los cánones del lugar común impreso en letra de molde, es decir del periodismo, ordenan pontificar que en todas las guerras la primera víctima es la verdad. Aunque lo cierto sea que no siempre sucede así. Sin ir más lejos, en esa reyerta tabernaria que enfrenta al clan Montilla contra el todavía Muy Honorable, lo que de entrada ha emergido a la superficie ha sido precisamente eso, la verdad. Un poco tarde, quizás. Porque cincuenta y un años de disimulo colectivo tal vez fueran demasiados, incluso para este pabellón de reposo de las boquitas precintadas que responde por Cataluña. Y es que el pobre Pepe Montilla seguramente no lo sepa, pero mucho antes de que se subiese al Shangai en aquel apeadero perdido de Iznájar, camino de Cornellá, los amos de la finca ya habían sentenciado que, jamás de los jamases, ninguno de su estirpe habría de ser presidente de la Generalidad.
 
Sucedió en 1955, cuando una mañana radiante el abad de Montserrat, Aureli Maria Escarré, convocaba a su vera a un selecto ramillete de dirigentes de congregaciones seglares, la flor y nata de las más pías familias de Barcelona. Allí acudiría el doncel Jordi Pujol i Soley, a escuchar atento la parábola de san Agustín sobre la ciudad de Dios y la de los hombres con la que el hermético Escarré parecía señalar el camino. Y también allí, acto seguido, se fundaría CC, Crist i Catalunya, el germen de todo.
 
Luego vendrían las largas sesiones en las que aquellos castos varones convinieron que fue Cataluña, toda ella, sin distingos, quien perdió la guerra frente al primitivo país de Montilla. Interminables veladas en las que las chicas, encabezadas por la alegre pubilla Marta Ferrusola, hacían ganchillo, mientras los elegidos destilaban los nombres de otros que debieran ser iniciados en su magna cruzada de reconstrucción de la pureza patria: los Narcís Serra, los Ernest Lluch, los Pasqual Maragall…
 
Todo empezó allí. Mucho antes de que el propio Pujol se sintiera llamado a remachar por escrito la cuestión de los Montillas: “Ese hombre anárquico y humilde que hace centenares de años que pasa hambre y privaciones de todo tipo, cuya ignorancia natural le lleva a la miseria mental y espiritual y cuyo desarraigo de una comunidad segura de sí misma hace de él un ser insignificante, incapaz de dominio, de creación. Ese tipo de hombre, a menudo de un gran fuste humano, si por la fuerza numérica pudiese llegar a dominar la demografía catalana sin antes haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña”.
 
Muchísimo antes de que, en 1976, durante una cena en la espaciosa residencia de Xavier Robert de Ventós en Pedralbes, Maragall y Serra acordaran que había que impedir como fuese que un PSOE “sin control catalán” se implantara en Cataluña (el lector que esté interesado por ese desliz entrecomillado, puede hurgar en las Memorias del muy lenguaraz fabricante de corbatas Xavier Muñoz). Todo empezó allí. Mucho antes incluso de que naciésemos los bárbaros.    

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