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Charles Krauthammer

Una prohibición que no necesitamos aún

Para solucionar un problema de soberanía popular, arrebatar por completo el tema del matrimonio homosexual de las manos de la gente es una solución bastante estrafalaria.

Recientemente el Senado se quedó a 18 votos de la mayoría de dos tercios necesaria para aprobar una enmienda constitucional prohibiendo el matrimonio homosexual. Los medios de comunicación estuvieron de acuerdo con el senador Edward Kennedy en calificar el debate como una distracción de los problemas de la nación y una cuña con la que dividir a los americanos.

Puesto que la principal labor del Congreso es descubrir modos aún más ingeniosos de desperdiciar el dinero del contribuyente, cualquier cosa que distraiga de ese trabajo es bienvenida. En cuanto a dividir a los norteamericanos, ¿a quién se le ocurrió en primer lugar la idea de alterar radicalmente la más antigua de todas las instituciones sociales? Hasta hace unos pocos años, toda civilización conocida por el hombre ha definido el matrimonio como algo entre personas de distinto sexo. Acusar de "división" a los que no hacen nada más que resistirse a un giro radical a esa norma es señal de enorme sectarismo o de seria estupidez.

Y ese sectarismo y estupidez oscurecieron la, por otro lado, interesante sustancia del reciente debate del Senado. Giró en torno a dos posibles justificaciones de la denominada Enmienda de Protección al Matrimonio: el federalismo y la soberanía popular.

La primera de estas razones se basa en la posibilidad de que cuando un estado como Massachusetts aprueba el matrimonio homosexual, la cláusula Full Faith and Credit de la Constitución podría aplicarse justificadamente para exigir a otros estados que reconozcan tales matrimonios, y así forzar al resto de la nación a adoptarlos. El federalismo, sin embargo, está pensado para permitir a los estados la autonomía de la experimentación social (como la legalización del suicidio asistido por parte de Oregón) de la que otros estados pueden aprender. No pretenden forzar a otros estados a seguir las directrices de uno de ellos.

Pero lo cierto es que el experimento de Massachusetts no ha sido forzado sobre otros estados. Ningún tribunal ha exigido que otros estados reconozcan los matrimonios homosexuales celebrados en Massachusetts. Los activistas homosexuales no han hecho presión, calculando inteligentemente que provocaría una enorme respuesta de los norteamericanos. Además, la Ley de Defensa del Matrimonio del Congreso (DOMA) evita explícitamente la exportación estado a estado del matrimonio homosexual.

De derogarse la DOMA, eso justificaría una enmienda constitucional para evitar que un estado imponga su voluntad a los restantes 49. Pero no ha sido anulada. Y bajo el Tribunal Supremo actual, es improbable que lo sea. La Enmienda de Protección al Matrimonio es por tanto superflua.

Eso nos deja la justificación número dos, la soberanía popular. El matrimonio homosexual es un asunto social que debe decidirse legítimamente de forma democrática. El problema es que los jueces imperialistas están legislando según sus preferencias personales, aplastando la voluntad popular y llamándolo ley constitucional.

De forma destacada, en Massachusetts, un total de 4 de 7 jueces decidieron que había llegado el momento del matrimonio homosexual. Más recientemente, en Georgia y Nebraska, los jueces han anulado enmiendas a las constituciones estatales prohibiendo el matrimonio homosexual que habían sido aprobadas con más del 70% de los votos.

Esto es una reproducción del fiasco del aborto: un decreto judicial que décadas después deja el tema en cuestión sin resolver y sigue provocando división. Este no es modo de fijar la política social en una democracia. De modo que, ¿por qué no tener una enmienda constitucional federal y dar el golpe de gracia a los arrogantes jueces de Massachusetts, Nebraska y Georgia, y de aquellos que todavía están por llegar, todos a la vez?

Pues porque para solucionar un problema de soberanía popular, arrebatar por completo el tema del matrimonio homosexual de las manos de la gente es una solución bastante estrafalaria. Una vez que la enmienda constitucional es aprobada, de cambiar el actual ethos acerca del matrimonio homosexual, nadie en ningún estado podría permitirlo nunca. Así, la enmienda termina realmente derrotando el principio que dice apoyar. La solución a la extralimitación judicial es cambiar la judicatura, no deshacer cada acto de arrogancia judicial con una enmienda constitucional que establezca una política específica.

¿Dónde terminaría esto? Ayer fue el transporte escolar y el aborto. Hoy es quemar la bandera y el matrimonio homosexual. Esto no terminaría hasta que la Constitución se convierta en un hoyo lleno de enmiendas políticas sin fin. La Constitución nunca estuvo pensada para fijar la política social. Su propósito es (a) establecer las normas de gobierno y (b) proteger los derechos del ciudadano individual frente al poder del estado. Convertirlo en un documento político súper-legislativo desfigura la Constitución.

A corto plazo, la arrogancia judicial debe ser combatida democráticamente con los medios aún disponibles. Reformular y volver a aprobar la enmienda constitucional en Georgia, por ejemplo. Apelar la decisión de Nebraska hasta el Tribunal Supremo que, dada su presente composición, es extremadamente probable que zanje en tablas este ultrajante ejemplo de intromisión judicial.

A largo plazo, significa hacer que el Tribunal Supremo ataque de manera rutinaria ese imperialismo judicial. Y eso significa elegir presidentes que nominen a John Roberts o Sam Alito en lugar de a Stephen Breyer o Ruth Bader Ginsburg.

Cierto, esto no sirve con la usurpación judicial de hoy en Massachusetts. Pero ese es problema de los ciudadanos de ese estado. Si quieren, tienen el poder para enmendar su propia constitución estatal. En el ínterin, Massachusetts permanece en cuarentena a través de la DOMA.

Por tanto, no hay necesidad, aún, de alterar la Constitución norteamericana con una enmienda de política

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