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Juan Carlos Girauta

Ángeles y periodistas

Qué sería de nosotros sin esos benefactores espontáneos que corren, se desviven, donan sangre, recursos, tiempo u órganos mientras otros hablan de solidaridad, parásitos que hacen del sentimiento de culpa colectivo una fuente de ingresos.

La imagen de la niña inconsciente, el cuerpo lleno de magulladuras, que exhiben en portada varios diarios, a todo color y a todo tamaño, es un dolor añadido a la tragedia de Valencia. Un dolor gratuito y obsceno. La excelente fotografía de Rafael Gil debió tratarse de otro modo. No soy periodista ni pretendo dar lecciones a nadie acerca de su profesión; sólo quiero preguntar a los que han decidido no ocultar el rostro de la menor si habrían hecho lo mismo en el caso de que la víctima del accidente hubiera sido una nieta del Rey o una hija del presidente del gobierno. Si la respuesta es no, entonces no tienen excusa, defensa ni justificación para esta conmoción gratuita del lector ni para ese sufrimiento añadido de las familias afectadas.

El rostro de una niña desvanecida exige respeto, reserva, discreción. Lo único que tiene sentido en la fotografía, una vez convertida en portada, es la expresión del hombre que la lleva en brazos. Él sí es ejemplo, él es una lección, él representa la sobrecogedora esencia de lo humano a través de sus manos, que sujetan el cuerpecillo con firmeza y suavidad; él habla sin hablar desde la zancada capturada, esperanza de que ante la desgracia llegue alguien. Alguien se ocupe. Un padre o un ángel.

La noticia es –sólo puede ser– que en nuestra condición sigue habiendo un lado valioso. Ante el más demoledor manotazo del destino, nos organizamos deprisa, venturosamente deprisa para seguir viviendo, atender a los heridos, enterrar a los muertos, llevar consuelo a familiares y amigos. Los que tienen más coraje, los mejores, corren a devolver a todos el orden y el sosiego. A pesar de los zarpazos de los asesinos de Madrid o de las fatales causalidades o casualidades técnicas de Valencia. A pesar de todos los pesares. Qué sería de nosotros sin esos benefactores espontáneos que corren, se desviven, donan sangre, recursos, tiempo u órganos mientras otros hablan de solidaridad, parásitos que hacen del sentimiento de culpa colectivo una fuente de ingresos.

Todo está en los ojos del hombre del polo de colores y las gafas azules. En pleno pandemonium, aguza la mirada. Los músculos faciales se han distendido para canalizar la tensión, concentrar toda la energía en lo urgente. Las aletas nasales se abren facilitando el aporte de oxígeno. Los párpados ajustan el campo visual de quien en esos momentos puede prescindir de la verticalidad porque ha de localizar ambulancias o paramédicos o policías o bomberos o un taxi para trasladar a la pequeña al servicio de urgencias del hospital más cercano.

Es una pena que los diarios no nos hayan dejado focalizar la atención en el padre o el ángel, que no hayan ocultado el rostro de la niña, que conviertan el dolor en mercancía.

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