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Charles Krauthammer

Por qué me gusta Australia

Australia comprende que la paz y la prosperidad no caen de los árboles sino que son mantenidas mediante el poder; poder que fue una vez del Imperio Británico una vez y hoy es de los Estados Unidos.

En la Cámara de Representantes australiana, el mes pasado, la parlamentaria de la oposición Julia Gillard interrumpía un discurso del ministro de Salud de esta manera: "Propongo que ese gusano quejumbroso de allí no sea escuchado más". Por ello, la buena mujer fue expulsada de la Cámara, aunque sólo por un día. Podría haber esquivado ese contratiempo si hubiera respondido a la petición de disculpas por parte del ministro con algo distinto a "si he ofendido otros gusanos, me retracto incondicionalmente".

Dios, me encanta Australia. Por supuesto soy parcial, habiéndome casado con una australiana, pero cómo no gustarte un país, en esta era de gusanos quejumbrosos, cuyo ministro de Hacienda sugiera que cualquier persona que "quiera vivir bajo la sharia" puede intentarlo en Arabia Saudí o Irán "pero no en Australia". Estaba así precisando un argumento anterior, que consistía en que "la gente que no quiera vivir según los valores australianos y acatarlos, bien, puede irse". Comparen esto con Canadá, histórica y culturalmente el gemelo de Australia en la commonwealth, donde el año pasado Ontario sopesó seriamente si permitir a los musulmanes vivir bajo la sharia.

Esas cosas no suceden en Australia. Este es el lugar donde, cuando los restos de un soldado caído son confundidos accidentalmente con los de uno bosnio, la furiosa viuda descuelga el teléfono de madrugada, saca al primer ministro de la cama y le suelta una bronca furibunda y sin censura, que él acepta pública y graciosamente como completamente merecida. Donde los americanos hoy demandan en los tribunales, los australianos protestan y exigen.

Para los americanos, Australia engendra nostalgia hacia nuestro propio pasado, que recordamos lejanamente infundido de vigor y sinceridad a lo John Wayne. Australia evoca nuestra propia frontera, que es por lo que Australia es el único lugar en el que aún puedes rodar un película del oeste sin ironía.

Ciertamente es el único lugar donde se puede escuchar a políticas defender abiertamente la acción. ¿Qué otro ministro de Exteriores sino el de Australia es capaz de ver lo que hay detrás del "multiculturalismo", el fetiche de todo gusano quejumbroso dedicado a política exterior desde el Quai d'Orsay a Foggy Bottom, llamándolo correctamente un "sinónimo de una política ineficaz y descentrada que implica el internacionalismo del mínimo común denominador"?

Y con la acción viene el valor, desde la valentía de los condenados a morir en la batalla de Gallipoli hasta la divertida locura de las reglas del fútbol australiano. ¿Cómo puede no gustarte un país cuyo deporte estrella tiene normas propias de Atila, pantalones cortos y ninguna raqueta; una pasión nacional que hace que el fútbol americano parezca un deporte pastoral?

Esa valentía alimenta el afecto en Estados Unidos por otro motivo también. Australia es el único país que ha luchado junto a Estados Unidos en todos sus principales conflictos desde 1914, los buenos y los malos, los ganados y los perdidos.

¿Por qué? Porque el aislamiento geográfico e histórico de Australia ha alimentado una sabiduría acerca de la estructura de la paz, sabiduría que elude a la mayor parte de los restantes países. Australia carece de ilusiones acerca de "la comunidad internacional" y sus inútiles instituciones. Isla de tranquilidad en una región complicada, Australia comprende que la paz y la prosperidad no caen de los árboles sino que son mantenidas mediante el poder; poder que fue una vez del Imperio Británico una vez y hoy es de los Estados Unidos.

Australia no entró en las lejanas guerras de comienzos del siglo XX en Europa por nostalgia imperial, sino por un entendimiento profundo de que su destino y el destino de la libertad estaban íntimamente ligados al del Imperio Británico como principal garante del sistema internacional. El garante es hoy Estados Unidos, y Australia comprende que una retirada o derrota americana –una consumación seductora deseada de forma devota, pero secreta, por muchos aliados occidentales– sería catastrófica para Australia y para el mundo.

Cuando los embajadores australianos en Washington expresan apoyo a Estados Unidos, ese apoyo es sentido e incondicional, nunca el "sí, pero..." de otros aliados, un apoyo condicional seguido de una lista de quejas, sugerencias condicionadas y contraprestaciones camufladas. Australia comprende el papel de Estados Unidos y muestra empatía hacia su incómodo papel de hegemón reluctante. Ese entendimiento le ha llevado a compartir trincheras con los norteamericanos, de Corea a Kabul. Lucharon con nosotros en el Tet y hoy en Bagdad. No toda colaboración ha terminado bien. Pero todas fueron vigorosamente activas y muchas bastante amistosas. Que es por lo que Estados Unidos tiene tal afecto a un país cuyo primer ministro decía, después del 11 de Septiembre, "no es el momento de ser un aliado al 80%" y lo decía en serio.

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