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Francisco Cabrillo

El mal francés

La actitud crítica hacia todo lo que signifique empresa privada y libre mercado de la intelectualidad, y de buena parte de la población francesa, no es precisamente un estímulo para lograr que las cosas se modifiquen y la sociedad se modernice.

En medio de una crisis política más compleja cada día y a poco tiempo de unas elecciones presidenciales de resultado incierto, uno de los candidatos más cualificados a sustituir a Chirac, Nicolas Sarkozy, ha pedido a los franceses que trabajen más, que sean conscientes de que su país tiene cada día menor peso en la economía y la política internacional... y que aprendan inglés. Supongo que esto último será lo que más habrá molestado a un gran número de sus compatriotas, para quienes el modelo norteamericano –o el británico en Europa– representa la suma de males del capitalismo que, en su particular opinión, los franceses habrían sabido superar atribuyendo al sector público un prestigio y un papel en la vida económica que no tiene hoy en ningún otro país europeo.

Que Francia es hoy una potencia de segunda fila, que su economía pasa por serios problemas y que el Estado tiene un gran peso en la vida social y económica del país ofrece pocas dudas. Pero la cuestión más interesante es saber en qué grado esta última circunstancia es determinante de las otras dos; es decir, establecer hasta qué punto una especial forma de entender el papel de la Administración pública puede estar maniatando la capacidad de innovación de la sociedad a la que controla.

Un buen conocedor del tema, Juan A. Hervada, ha publicado en las páginas de The Global Observer un excelente artículo con el expresivo título "French bureaucracy, the dream of reason" ("La burocracia francesa, el sueño de la razón") en el que reflexiona sobre el papel que los funcionarios desempeñan en el país vecino y en el que apunta la tesis de que una de las explicaciones de los problemas que hoy existen en Francia es "la peculiar y desproporcionada influencia de los burócratas en la vida política". En su opinión la vieja tradición francesa de crear élites burocráticas, formadas en escuelas especiales de alto nivel y basadas en el principio del mérito y la capacidad técnica, se habría visto reforzada en la Quinta República, debido a la pobre opinión que el general De Gaulle tenía de los "políticos", y que era compartida, además, por muchos ciudadanos franceses. Después, el bipartidismo imperfecto y la cohabitación reforzarían el papel político de los altos funcionarios hasta la situación actual, en la que las élites burocráticas y políticas han llegado a un grado de interconexión desconocido en las democracias occidentales.

La actitud crítica hacia todo lo que signifique empresa privada y libre mercado de la intelectualidad, y de buena parte de la población francesa, no es precisamente un estímulo para lograr que las cosas se modifiquen y la sociedad se modernice. El dato de que más del 75 por ciento de los jóvenes franceses entre 15 y 24 años afirmen que lo que más les gustaría es trabajar en la administración pública indica que el cambio generacional no va a suponer el triunfo de una mentalidad nueva. Y esto, en un mundo globalizado con economías muy competitivas va a ocasionar, sin duda, serios problemas a la sociedad francesa. Tal vez Sarkozy gane las próximas elecciones. Pero si no lo va a tener fácil para ser presidente, más complicado aún le resultará introducir innovaciones en un país tan contrario a cualquier reforma seria de sus instituciones.

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