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Connecticut: todo un síntoma

Hoy el partido está representado por el sector más radical –Dean, Pelosy– lo que puede ser una buena noticia para los republicanos, pero un desastre para Estados Unidos.

Mientras los acontecimientos de Oriente Medio nos desbordan, en el minúsculo estado norteamericano de Connecticut se celebran elecciones primarias para elegir candidato demócrata a uno de los dos puestos de senador. Normalmente éste es un hecho de trascendencia local. Sin embargo, en esta ocasión todos los grandes medios de comunicación norteamericanos siguen con detalle la evolución de los acontecimientos y no es para menos.

El Partido Demócrata conquistó este puesto a los republicanos en 1988, gracias a una figura emergente de la política nacional, Joe Lieberman. Desde entonces Lieberman se ha convertido en un político de enorme prestigio en el Senado y cuya presencia en los informativos de las grandes cadenas es muy frecuente. Candidato a las presidenciales en más de una ocasión, nunca consiguió imponerse en las primarias. De su prestigio da fe el hecho de que fuera elegido por Al Gore como su compañero de ticket en las elecciones que ganó por la mínima George W. Bush.

Lieberman es posiblemente el político demócrata que mejor representa la tradición Truman, el programa que estuvo vigente en el partido entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la muerte de John F. Kennedy. Continúa la estela de otros grandes senadores, como Jackson, por el estado de Washington, o Moynihan, por Nueva York. Todos ellos son el ejemplo de una derrota y de un cambio de rumbo histórico. Con el trasfondo de la crisis de Vietnam, George McGovern, senador por Wisconsin, y Henry Jackson, por Washington, disputaron la candidatura demócrata a las presidenciales. Más que sensibilidades distintas representaban programas contrapuestos. El segundo de continuidad, el primero de quiebra hacia el relativismo, el pacifismo, el multiculturalismo, los cupos por género y raza y el estado de bienestar llevado a sus últimas consecuencias. El partido optó por McGovern y Estados Unidos por Nixon.

Carter continuó la línea abierta por McGovern y estuvo en la Casa Blanca durante cuatro años "inolvidables", que dieron paso a un largo período de hegemonía republicana, marcado por la impresionante presencia de Ronald Reagan y su revolución conservadora. Fue el inicio de la huída de muchos demócratas, escandalizados por la deriva radical de su partido, hacia el republicanismo.

Los demócratas recuperaron el poder gracias a la extraordinaria capacidad de Clinton, que supo atraerse a los evangelistas, distanciarse de los liberals y jugar a un ambiguo centrismo. La fuerte presencia republicana en el Capitolio pasó de ser un problema a una solución, pues le permitió gobernar en justificada clave conservadora, pero reteniendo a los votantes liberals que salían en defensa de su presidente, sitiado en la Casa Blanca por las fuerzas de la reacción.

Tras la desaparición de Clinton y el fallido intento de su vicepresidente Gore, el Partido Demócrata busca a su nuevo líder. Las anteriores presidenciales fueron muy ilustrativas. Las figuras moderadas fueron rechazadas –Biden y Lieberman– los centristas aceptados con reticencias –Kerry– y los liberals vistos con simpatía. Si Edwards y Dean hubieran sido más conocidos por el gran público antes de comenzar las primarias, Kerry no hubiera obtenido la nominación.

Hoy el partido está representado por el sector más radical –Dean, Pelosy– lo que puede ser una buena noticia para los republicanos, pero un desastre para Estados Unidos. No se puede ser una gran potencia cuando una de las dos grandes formaciones ha optado por un programa de esas características. Los republicanos tendrán más fácil la victoria, pero al final los demócratas llegarán a la Casa Blanca y las consecuencias serán gravísimas.

Un personaje absolutamente desconocido, un millonario llamado Ned Lamont, se presentó como candidato alternativo, acusando a Lieberman de haber defendido la Guerra de Irak. Tan cierto es eso como que la gran mayoría de los restantes senadores demócratas hicieron lo mismo. La diferencia es que Lieberman no dijo después que lo había hecho engañado por las mentiras de Bush. Unas mentiras que todos repiten al alimón y que seguimos a la espera de conocer. La Comisión del 11-S, formada por republicanos y demócratas, demostró exactamente lo contrario, que Bush actuó en función de la información de que se disponía en aquellos momentos. Lieberman se ha mantenido firme en sus posiciones y ha buscado acuerdos con los republicanos en materia de seguridad nacional. Su proximidad ideológica a John McCain, republicano por Arizona, en materia de seguridad es bien conocida.

Lamont ha conseguido un elevado apoyo. Indudablemente está en la misma sintonía que Howard Dean, presidente del Partido, o que Nancy Pelosy, la portavoz en la Cámara de Representantes, y que muchos demócratas urbanos de ambas costas. La tradición que Lieberman representa lleva décadas en minoría y ahora parece amenazada de extinción. Si finalmente pierde, será un momento trascendente en la historia del Partido Demócrata. Es normal que los grandes medios sigan con detalle la evolución de los acontecimientos.

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