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Pablo Molina

Solidarios a todo ritmo

Pero el virus de la solidaridad con los bienes ajenos no es dolencia exclusiva de los norteamericanos, sino que está extendida entre los iconos progres de ambos lados del océano a modo de pandemia.

Es bueno ser progre. Le permite a uno decir al mundo cómo debe conducirse, sin sentirse obligado a poner en práctica lo que se preconiza con tanto ahínco.

Este verano he leído un librito delicioso titulado "Do as I say (not as I do)". Lo he comprado directamente a Estados Unidos, por ayudar financieramente al imperialismo del Gran Satán y colaborar con el capitalismo opresor, a partes iguales. Se trata de un breviario con las hazañas de las estrellas norteamericanas más comprometidas con la ideas de izquierda y la forma en que las ponen en práctica en su vida privada. Por ejemplo, Michael Moore, fiel inquisidor del militarismo norteamericano y al mismo tiempo importante accionista de la empresa de Dick Cheney, la genocida Halliburton. O los Kennedy, Hillary Clinton y Babra Streisand, grandes personajes también con serias dificultades para aplicar a su conducta personal los principios que exigen al resto de los mortales. En fin, una lectura divertidísima y muy aleccionadora.

Pero el capítulo más interesante es el que su autor dedica a Noam Chomsky. El famoso lingüista, icono de la izquierda mundial por su impecable compromiso anticapitalista, se ha distinguido entre otras batallas por defender el mantenimiento del impuesto de sucesiones como eficaz herramienta distribuidora de la riqueza. Lo curioso es que el propio Chomsky tiene creadas varias sociedades fiduciarias a nombre de personas de su familia, de forma que el fisco, llegado el momento, no tenga acceso a ni un centavo de lo que deje en herencia a sus deudos. Interpelado por el autor del libro, Chomsky se defendió apelando a su derecho de preservar la herencia de sus hijos. Un argumento muy razonable pero, entonces, ¿por qué niega ese mismo derecho a los demás, que en la mayoría de los casos no ganan tanto como él?

Pero el virus de la solidaridad con los bienes ajenos no es dolencia exclusiva de los norteamericanos, sino que está extendida entre los iconos progres de ambos lados del océano a modo de pandemia.

Bob Geldof es una estrella de la música pop y un incansable activista a favor del tercer mundo. Sus catilinarias al mundo desarrollado, por mantener a gran parte del planeta bajo el yugo de la explotación capitalista, son de las que hacen época. Geldof apela constantemente, no a la generosidad, sino un sentido superior de la justicia, para exigir que los ciudadanos de los países occidentales, a través de sus gobiernos, destinen cada vez más recursos al mundo subdesarrollado, a poder ser a través de su ONG Live Aid. Sin embargo, Mister Geldof no destina ni uno sólo de los euros que gana en sus actuaciones a fin tan encomiable. En su suite de superlujo, rodeado de "estrechas colaboradoras" y tomando caviar beluga (todo ello según establece el modelo tipo de contrato que utiliza para sus actuaciones), confesó a una redactora del diario El Mundo, infiltrada entre sus colaboradores, que cuando viaja a África lo hace única y exclusivamente por negocios.

Bono, cantante de U2, es partidario también de que los gobiernos destinen el 0,7% del PIB a la ayuda al tercer mundo. Él no, porque a pesar de estar podrido de dinero, según propia confesión, repartirlo todo entre los pobres "no solucionaría nada". Ahora sabemos también que acaba de trasladar sus empresas a los Países Bajos, con el fin de pagar menos impuestos que en su Irlanda natal. No hay nada que objetar. Como decía el Príncipe Rainiero, no existen los paraísos fiscales, sino los infiernos fiscales, y Bono tiene perfecto derecho a organizar sus finanzas de la forma menos gravosa para sus intereses. Por eso su empeño en transferir dinero de los pobres del primer mundo a los dictadores del tercero suena a hipocresía.

Los artistas millonarios deberían sentirse orgullosos del dinero que han ganado honradamente con su talento y dedicarse a disfrutarlo como mejor consideren. Y si quieren lavar una absurda mala conciencia que lo repartan todo entre los pobres y se vayan a un monte de anacoretas. Todo menos exigirnos a los demás el esfuerzo impositivo que ellos eluden con ingeniería financiera y muy poca vergüenza.

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