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Mark Steyn

Ya no nos tienen miedo, desgraciadamente

Los generales paquistaníes y el Kremlin no ceden a las demandas de nadie porque "simpaticen" con él. Caminan a tu lado porque has tenido suficiente éxito a la hora de impresionarlos como para que consideren que no tienen elección.

Un modo de medir cómo ha cambiado el mundo en estos cinco últimos años es considerar el extraordinario discurso a la nación del general Musharraf el 19 de septiembre de 2001. Pakistán era uno de los apenas tres países del mundo (junto con "nuestros amigos los saudíes" y los Emiratos Árabes Unidos) en reconocer a los talibanes y, teniendo en cuenta que los paquistaníes ayudaron a crearlos y mantenerlos, era bastante fácil para ellos lo de reconocerlos. El presidente Bush, recordará usted, había afirmado que o se estaba con nosotros o con los terroristas, lo que suponía un problema particular para Musharraf: él estaba con nosotros, pero el resto del país estaba con los terroristas, incluyendo a sus fuerzas armadas, sus servicios de Inteligencia y tropocientos y pico imanes locos.

No obstante, con las acciones norteamericanas contra Afganistán en el horizonte, apareció en televisión esa noche y dijo al pueblo paquistaní que ésta era la amenaza más grave a la existencia del país en treinta años. Añadió que estaba haciendo todo lo que podía para garantizar que sus hermanos los talibanes "no sufrieran" y que había pedido a Washington que proporcionase pruebas de que ese tal Bin Laden tenía algo que ver con los ataques, pero que hasta la fecha habían declinado mostrarle alguna. A continuación citaba la Carta de Medina (que el profeta Mahoma firmó a consecuencia de una pequeña molestia) como un intento de justificar que fuera a asistir al infiel y dijo que no tenía otra elección que ofrecer a los estadounidenses el uso del espacio aéreo de Pakistán, las redes de Inteligencia y demás apoyo logístico.

Hizo una pausa para el aplauso y, tras el récord mundial absoluto de chistes sobre cricket, dijo gracias y buenas noches.

La llamada procedente de Washington de un día o dos antes debió de haber sido toda una llamada. Y todo en cuestión de una semana desde el 11 de septiembre. Recordará usted que durante la campaña del 2000, un periodista hacendoso lanzó sobre el gobernador Bush un cuestionario sorpresa rápido sobre líderes mundiales. Bush, invitado a nombrar al líder de Pakistán, fue incapaz de hacerlo. ¿Pero y qué? En la tercera semana de septiembre del 2001, la respuesta correcta a "¿Quién es el general Musharraf?" era "Quien yo quiera que sea". Y, si Musharraf no estaba conforme, tendría que reformular la pregunta de esta manera: "¿Quién era el líder de Pakistán hasta la semana pasada?"

¿No tiene usted la sensación de que Washington ya no hace llamadas telefónicas como esa?

Si usted se remonta a septiembre del 2001, es sorprendente lo mucho que la administración logró que sucediera en tan corto período de tiempo. Por ejemplo, en cuestión de días había solventado con los rusos el uso de las bases militares en la antigua zona soviética de Asia Central para la intervención en Afganistán. También eso tiene que haber sido toda una llamada telefónica. Ciertamente Moscú sabía que cualquier expedición afgana con éxito sólo colocaría sus propios fracasos bajo una luz mucho menos favorecedor, especialmente si los norteamericanos lo hacían a partir de las antiguas bases rusas. Y aún así sucedió.

Cinco años más tarde, Estados Unidos parece estar de vuelta en la vorágine de la perpetua vacilación interminable y multilateral liderada por la UE y arbitrada por la ONU, en Irán y en todo lo demás. La administración que pasó por encima de Musharraf ahora ofrece zanahorias a Ahmadinejad. Después de la caída de los talibanes, los autócratas y dictadores de la región se preguntaban: ¿a quién de nosotros le toca ahora? Hoy, la apuesta segura es que no le toca a nadie.

¿Cuál es la diferencia entre septiembre del 2001 y hoy? No es que a nadie "le gustara" Estados Unidos o que, como les gusta sugerir a los demócratas, el país contara con "la simpatía" del mundo. Los generales paquistaníes y el Kremlin no ceden a las demandas de nadie porque "simpaticen" con él. Caminan a tu lado porque has tenido suficiente éxito a la hora de impresionarlos como para que consideren que no tienen elección. Musharraf y compañía no estaban asustados por el poder de Estados Unidos sino porque Estados Unidos, entre los escombros del 11 de septiembre, había encontrado de casualidad la voluntad para hacer uso de ese poder. En principio, Estados Unidos era al menos tan poderosa entonces como ahora, pero en términos de voluntad, hemos vuelto al 10 de septiembre: nadie piensa que está preparada para utilizar su poder. Y por tanto, los Nasralah y los Ahmadinejad y los futuros "pesos pesados" como el hijo de Assad hacen el gallito con impunidad.

Me encontraba por casualidad en el Parlamento australiano la semana pasada durante la sesión de control al gobierno. Surgió el tema de Irak y el ministro de Exteriores, Alexander Downer, agarró el tema y lo lanzó contra las filas de la oposición en una demostración bárbara de confianza política que culminó en la mofa alegremente fácil de que "el constante compañero del líder de la oposición es la bandera blanca". La guerra de Irak es impopular en Australia, como lo es en Estados Unidos o en Gran Bretaña. Pero el gobierno australiano está encantado de que la oposición saque a colación el tema con tanta frecuencia como quiera, porque Downer y su primer ministro comprenden muy claramente que querer "salir corriendo" es aún más impopular. De modo que, en general, lo consideran como un punto a favor suyo. Al contrario que Bush o Blair, ellos han logrado convertir el tema no en si la nación debería haber ido a la guerra o no, sino en si la nación debe elegir perder la guerra o no.

Eso no es solamente una buena táctica política, sino que realmente es el núcleo de la cuestión. Por supuesto, si Bush se hubiera mofado con que el constante compañero de John Kerry y Ted Kennedy y Howard Dean y Nancy Pelosi es la bandera blanca, ellos se habrían quejado acerca de cómo se atrevía a cuestionar su patriotismo. Pero si no puede cuestionar su patriotismo cuando quieren que se pierda una guerra, ¿cuándo se va a poder? En cierta medida, el tema es el mismo que en el 11 de septiembre: la voluntad norteamericana. Pero la realidad es peor que eso porque, como Israel está descubriendo, empezar algo y ser incapaz de seguir con ello hasta el final es mucho más peligroso para tu reputación que si nunca lo hubieras empezado en primer lugar. Los demócratas más cortitos creen que cualquier cosa que pueda ser colada como un fracaso en Irak solamente perjudicará a Bush y los neocon. En el mundo real –un concepto con el que los demócratas sólo parecen estar levemente familiarizados– perjudicará a la nación y será de manera completamente segura el final del momento norteamericano. A finales de septiembre del 2001, la administración tuvo éxito enseñando una lección crítica a hombres duros como Musharraf y Putin: en un mundo que da miedo, Estados Unidos puede dar aún más miedo. Pero ahora hace ya mucho tiempo de eso.

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