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Jorge Valín

Más allá de los cargos políticos

La política parece funcionar al revés. Cuanto más inepto es un alto funcionario y más pelele se muestra ante la corriente primaria del partido, mayores logros consigue. Joan Clos es un caso ejemplar.

Para PP y CiU la decisión que Joan Clos vaya a tomar el Ministerio de Industria es partidista y obedece a razones políticas. Dos partidos políticos que no tienen ninguna autoridad moral en este asunto ya que ellos mismos han demostrado ser auténticos maestros en la toma de decisiones partidistas.

En política siempre vemos algo que contrasta con el funcionamiento del libre mercado. Me explico, en el libre mercado se recompensa a aquel gestor que sabe dar al consumidor aquello que más urgentemente necesita, y si lo hace mal, otro le tomará el puesto. Si el directivo de una gran empresa no se alinea con el consumidor o el accionista no durará mucho en su lugar de trabajo. En pocas palabras, en el libre mercado todos hemos de ser buenos gestores y dar a nuestro cliente aquello que aprecia.

En cambio, la política parece funcionar al revés. Cuanto más inepto es un alto funcionario y más pelele se muestra ante la corriente primaria del partido, mayores logros consigue. Joan Clos es un caso ejemplar. Como gestor público ha demostrado ser un auténtico desastre y, como recompensa, le ascienden.

El problema es que tanta gente aún crea que los gestores públicos pueden hacer frente a los colosales proyectos que el gobierno les encomienda en su función de planificadores sociales. Hay cosas que el gobierno no puede ni debe controlar por el bien de todos. Da igual que pongan al frente a Clos, Montilla o cualquier otro político del partido que sea, todos van a dar problemas. Si realmente los políticos quieren servir los intereses de la gente en lugar de los suyos lo que han de hacer es dejar de colocar trabas a los procesos naturales y libres del mercado, y para tal tarea sólo hay una sola alternativa, liberalizar sectores y dejar de intervenir.

Por más buen gestor que sea un político siempre estará atado a los intereses de sus jefes, grupos de presión y compromisos particulares, y aun si existe alguno que logra desvincularse de todas estas cadenas burocráticas y favoritistas –y es capaz de durar más de una semana en el cargo–, después vendrá otro que no será más que un simple mensajero de los designios de su jefe supremo. Eso significa que millones de accionistas, consumidores, proveedores, acreedores, etc. acabarán dependiendo en última instancia de los antojos de una sola persona en lugar de hacerlo de sus propios intereses como afectados.

Si hemos de extraer una conclusión del caso Clos, es que la economía es demasiado importante como para que el gobierno pueda hacer y deshacer con tanta facilidad aspectos de nuestra vida. Una vez que el Ministerio de Industria no tenga fuerza para imponer precios a la electricidad, influir sobre las telecomunicaciones, las decisiones empresariales, sobre el turismo o repartir empresas entre sus amigos, y en líneas generales, sus designios no afecten continuamente a nuestras vidas de forma irrevocable, entonces ya nos podremos despreocupar por quien asuma tal ministerio.

El gobierno puede, por su propia esencia y en el mejor de los casos, solucionar pequeñísimos problemas muy elementales, y aún así creará injusticias, pero para la gestión de las cosas difíciles ya está el libre mercado, que en definitiva somos todos, y tenemos que ser nosotros mediante las inexorables leyes de la oferta y la demanda quienes determinemos el precio de todo lo que consideramos básico, no ningúnenchufaoque no sabe ni con lo que trata.

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