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Antonio Mascaró Rotger

Con los trinquetes no había vuelta atrás

Ante tan bochornoso espectáculo, los británicos eligieron para el cargo de primer ministro a una admiradora de Hayek. Thatcher no se limitó a detener el avance socialista sino que lo atajó con golpes contundentes.

En Occidente, el estado como planificador central de la economía había cobrado un prestigio enorme al ganar la Segunda Guerra Mundial. Poco importaba el hecho de que las potencias derrotadas hubiesen usado ese mismo método de socialismo de guerra con resultados nefastos. Los países desarrollados, con el Reino Unido a la cabeza, se lanzaron cuesta abajo por la senda socialdemócrata.

Cada vez que los socialistas conseguían una nueva "conquista social", los conservadores lo aceptaban como un mínimo irrenunciable fruto de una "tendencia inevitable" y así cada nuevo cambio social iba siempre en el mismo sentido. Las cosas podían cambiar, pero sólo hacia más socialismo y menos libertad, no había vuelta atrás. Sir Keith Joseph lo llamó "el efecto trinquete", en referencia a la máquina que sólo permite el movimiento en un sentido. En Estados Unidos, el Presidente Nixon, supuestamente conservador, llegó a afirmar: "Ahora todos somos keynesianos".

Pero abandonando la libertad económica no se conseguía redistribuir el progreso y la riqueza, sino la ineficiencia y la miseria. Y mientras los británicos sufrían las consecuencias de una economía cada vez más próxima a la pesadilla marxista, los alemanes occidentales vivían la experiencia opuesta.

Se dijo que Alemania estaba disfrutando de un "milagro económico" porque, ya se sabe, los teutones son muy trabajadores, muy disciplinados, muy eficientes. Pero al otro lado del Muro, los alemanes orientales permanecían en el estancamiento económico más absoluto.

En realidad, el milagro tenía su explicación. Ludwig Erhard, nombrado director de asuntos económicos por los Aliados, pasó olímpicamente de lo que estos le decían y anunció por sorpresa la eliminación de los controles de precios. Desregulando la economía, Erhard permitió que el libre mercado reconstruyera Alemania. Fue tan simple como cargarse de un plumazo todos esos frenos que oprimían la economía teutona. Y la máquina volvió a funcionar en el sentido correcto.

En el Reino Unido, en cambio, el abandono de la sensatez económica fue tal que, en 1967, Herman Kahn predijo que para el año 2000 ese país compartiría con Albania el puesto de cola europeo en calidad de vida. Y no puede decirse que Kahn haya destacado por su derrotismo a lo Paul Ehrlich, antes al contrario.

Pero no tuvieron que esperar tanto. Apenas once años más tarde, las Islas se vieron sumidas en el llamado "Invierno del Descontento". Las ambulancias estaban en huelga. Los servicios de limpieza también. Y hasta los enterradores. Los conservadores no hacían más que batirse en retirada acomplejados, pero los sindicatos nunca tenían suficiente. Y, entretanto, la economía se hundía en la miseria.

Ante tan bochornoso espectáculo, los británicos eligieron para el cargo de primer ministro a una admiradora de Hayek. Thatcher no se limitó a detener el avance socialista sino que lo atajó con golpes contundentes. Y diseñó trinquetes que operaran en el sentido opuesto al hasta entonces habitual. Por ejemplo, privatizó más de un cuarto de millón de viviendas de protección oficial. Privatizó igualmente las industrias del gas, carbón, petróleo y telefonía. Y lo hizo poniéndolas en manos de millones de pequeños accionistas. Así, si algún día los socialistas quisieran renacionalizarlas no tendrían que vérselas con cuatro multimillonarios ni podrían presentarlo al público como un logro de los pobres frente a la élite económica, sino que tendrían que ir casa por casa, quitando los ahorros mobiliarios e inmobiliarios a millones de pequeños propietarios.

Por eso es lamentable que hoy volvamos a estar en las mismas, cediendo ante una gente cuyas ideas estaban ya refutadas hace un siglo. Y vencerles, como demostraron entre otros Thatcher y Erhard, es más fácil de lo que parece.

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