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Luis Hernández Arroyo

Abajo el racionalismo

Si con el tiempo demuestra su impotencia para resolver los problemas que él mismo ha creado, es rápidamente sustituido por un plan B, que no es más que otro racionalismo.

Se mire como se mire, vivimos la apoteosis del más triste racionalismo. El racionalismo comenzó su labor invasiva y, por lo tanto, destructiva socialmente, en el siglo XVII, como no podía ser de otra forma. Entonces se enfrentó a las fuerzas del oscurantismo, a las que venció definitivamente con la consagrada ilustración francesa (afortunadamente, la inglesa fue más humilde y dejó espacio para la tradición).

Lo malo del racionalismo es precisamente su arrogancia. Arrogancia bien imbuida en la opinión pública, que le concede una posición indisputable como el único método que lleva a la perfección social. Y si con el tiempo demuestra su impotencia para resolver los problemas que él mismo ha creado, es rápidamente sustituido por un plan B, que no es más que otro racionalismo.

¿Quién osa, hoy, ponerse descaradamente frente a él? Nadie. Nadie es capaz siquiera de sugerir que los fines del racionalismo –la sociedad perfecta, sin conflictos– son contradictorios. Admitimos, sí, que en economía determinadas acciones políticas entorpecen el devenir económico. Pero sólo formalmente, pues a la vez los gobiernos, con la anuencia general, suscriben y decretan aberraciones como el protocolo de Kioto, perfecto ejemplo de racionalismo prepotente que no ha medido bien las terribles consecuencias económicas y sociales que implica.

Pero es que tampoco en el plano político se reconoce la labor arrasadora de este comodín indestructible. El racionalismo ha pervertido completamente la función del parlamento liberal, al querer hacer compatible el parlamentarismo con la democracia de masas. La primera Gran Guerra supuso la igualación teórica de todos los ciudadanos, lo cual es incompatible con la selectividad y el alejamiento de la calle de la función parlamentaria. Las imágenes del día de "puertas abiertas" de nuestros parlamentos –cuyo desprestigio va en razón directa a su multiplicación– es harto elocuente: el pueblo no se siente ni veladamente afectado por la solemnidad del acto, y se presenta en pantalón corto y camiseta a "tomar posesión" de algo suyo.

Ahora estamos viviendo de cerca la decadencia a la que nos lleva el racionalismo –más barato, más infame, cuanto más fracasa– en la invasión masiva del territorio (supuestamente cívico, supuestamente patria protectora) de unos desarrapados que tendrían porque sí los mismos derechos que los ciudadanos. Cualquier objeción basada en valores tradicionales, en el amor a nuestras costumbres, en el sencillo miedo a las consecuencias, sería rápidamente laminada por el inquisidor que todos llevamos dentro y que nos tacharía de fascistas; inquisidor tan bien manejado por la izquierda racionalista, en realidad inventora y pionera del género.

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