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EDITORIAL

Suecia despierta del mito

La socialdemocracia se ha dedicado a un mero saneamiento contable, sin querer suprimir los efectos culturales, educativos y morales de una sociedad acostumbrada a que debe ser el Estado y no los ciudadanos quien cuide de las necesidades de la gente.

El hasta ahora primer ministro sueco, el socialdemócrata Göran Persson, ha presentado este lunes la dimisión de su Gobierno, tras la histórica derrota sufrida el domingo ante la formación de centro-derecha capitaneada por Fredrik Reinfeldt en las elecciones legislativas. Se trata de la primera victoria del centro derecha después de doce años en un país en el que la socialdemocracia ha gobernado 65 de los últimos 74 años.

El tiempo dirá, no obstante, si la derrota cosechada por la izquierda supone simplemente el final de la "era Person" o constituye el inicio de unas reformas estructurales que, por encima del cambio de siglas en el Gobierno, reduzcan el asfixiante peso del Estado en la economía y en las vidas de los ciudadanos suecos.

Lo que parece evidente es que esta histórica victoria del centro derecha en Suecia va a ser un varapalo moral, no sólo para la socialdemocracia de aquel país, sino para el conjunto de la izquierda europea, que se aferraba al cacareado "modelo sueco de bienestar" desde la caída del muro de Berlín.

Por mucho que la propaganda haya presentado a Suecia como ejemplo de exitosa combinación de economía pujante y competitiva unida a un amplio desarrollo de los servicios sociales a cargo del Estado, lo cierto es que, ya en la década de los años ochenta, la mítica economía sueca crecía la mitad que la estadounidense y el Estado sueco se hacía protagonista de una siniestra y despótica injerencia en la vida de sus ciudadanos, más propia de una pesadilla orwelliana que la de un admirable Estado limitado a garantizar la libertad y responsabilidad de sus ciudadanos.

Aunque hasta los defensores del mal llamado "Estado de Bienestar" han tenido en los últimos años que poner coto al desfase presupuestario y a la inflación, lo cierto es que los impuestos, la regulación y los hábitos de dependencia del Estado siguen siendo excesivos y malsanos. Un claro ejemplo de ello es el alarmante aumento del paro oficial –por no hablar del que esconde improductivos y ficticios empleos públicos– en una sociedad cuya protección social, aunque cada vez más deficiente, desincentiva la búsqueda de empleo. La socialdemocracia se ha dedicado, en el mejor de los casos, a un mero saneamiento contable, sin querer suprimir –todo lo contrario- los efectos culturales, educativos y morales de una sociedad acostumbrada a que debe ser el Estado y no los ciudadanos quien debe cuidar, de la cuna a la tumba, de las necesidades y del propio destino de la gente.

Frente a este panorama, el desacomplejado apoyo del centro derecha sueco a la liberalización y a las privatizaciones, y su valiente reivindicación de la conveniencia de reducir las prestaciones sociales a cargo del contribuyente, nos da motivos para esperar que este cambio de gobierno suponga el principio del fin de un ineficiente y omnipresente poder y modelo estatal que, pretendiéndose ser el origen y arbitro de la felicidad de los ciudadanos, constituye en realidad una liberticida rémora para todos ellos.

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