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José García Domínguez

El jardín de los navajeros

El gran secreto del éxito de Bambi se esconde justamente en esa intuición tan suya para adaptarse como un guante de seda al espíritu de los tiempos. Tiempos de cobardes, de sanchopanzas y de veletas, sí, mas también de eternos adolescentes.

Quizás fuera él, Fellini, el primero en intuir la genuina dimensión cósmica de regresión que estaba a punto llegar. Quizás por eso incluyera en sus Memorias un párrafo tan premonitorio como éste: "Yo me pregunto qué ha podido ocurrir en un momento determinado, qué especie de maleficio ha podido caer sobre nuestra generación para que, repentinamente, hayamos comenzado a mirar a los jóvenes como a los mensajeros de no sé qué verdad absoluta. Los jóvenes, los jóvenes, los jóvenes... ¡Ni que acabaran de aterrizar con sus naves espaciales!". Quién sabe, igual mientras lo escribía ya había adivinado que los niños mimados del sesenta y ocho estaban a punto de dejar tirado el cadáver de Marx en la cuneta de la Historia. Y que en alegre comunión se disponían a orar ante el altar de Peter Pan, su nuevo norte y guía.

Porque eso era lo que estaba por llegar: el fantasma errante de Peter Pan. Los cuarentones canosos abarrotando la sección de moda juvenil de El Corte Inglés, angustiados por no quedar fuera de onda del look teenager. Los haraganes ya en la treintena, alargando hasta el infinito la plácida indolencia del colegio, y exprimiendo hasta la última gota a los padres con el cuento de los másters. La patética legión de los otoñales reumáticos, jurando por Snoopy que ellos siempre se mantendrán jóvenes de espíritu. Y es que lo que venía era una nueva categoría ontológica: la juventud, aquella enfermedad que antes se curaba simplemente con el paso del tiempo, elevada ahora a modo de vida secular.

Nadie se escandalice pues de que Bambi haya suscrito la enmienda a la Ley del Menor que eximirá de ir a prisión a los delincuentes confesos de 18 a 21 años. Ni tampoco nadie se extrañe. A fin de cuentas, el gran secreto del éxito de Bambi se esconde justamente en esa intuición tan suya para adaptarse como un guante de seda al espíritu de los tiempos. Tiempos de cobardes, de sanchopanzas y de veletas, sí, mas también de eternos adolescentes.

Y los adolescentes, ya se sabe, jamás son responsables de nada de lo que hacen. Al cabo, que a los criminales de 21 años se les vaya a exonerar de pisar el talego, al formar parte de una nueva especie biológica –los jóvenes– distinta de la humana, en el fondo, tampoco constituirá novedad filosófica mayor. Eso sí, habrá que exigir que los navajeros de nuestra rica biodiversidad juvenil rediman sus penas -o penitas- en los jardines de la Moncloa. Sería fatal para ellos alejarlos del ecosistema pueril que los ha creado.

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