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Ignacio Illanes G.

La ilusión del Estado de Bienestar

Tal como dijeran los propios arquitectos del Estado de Bienestar sueco, si el modelo no funcionaba en esos países (ricos, cultos y homogéneos), no lo haría en ninguna parte del mundo. Si no funcionó en Europa; ¿podrá funcionar en América Latina?

¿Por qué si el viejo Estado de Bienestar europeo fracasó una vez, esta vez sí podemos confiar en las nuevas recetas de sus ideólogos?

En un discurso reciente, la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, señaló que la marca histórica de su gobierno será "la consolidación de las bases de un sistema de protección social". De esta manera –señala– "estaremos re-encauzando el país en lo que fue su matriz histórica de construcción estatal".

El problema es que históricamente Chile fue un país pobre y con pocas perspectivas. Ese había sido el legado de la "construcción estatal" a la que la presidenta quiere devolvernos. Durante las últimas tres décadas, nuestro país optó por una estrategia diferente –entregar más libertad y responsabilidad a las propias personas– y casi por milagro Chile se convirtió en la estrella de la región y modelo para el mundo.

Pese a que nuestros resultados son destacados en cuanto índice se elabora, la presidenta señala que en la sociedad moderna habría un "aumento de inseguridades" que hace necesaria la construcción de un "nuevo modelo social", como el que discuten los "progresistas" en Europa. En primer lugar, la presidenta parte de un supuesto que es falso: las sociedades modernas no son más inseguras; las condiciones de vida son notoriamente mejores hoy que hace 25 ó 50 años. Aunque la idea de la mayor vulnerabilidad parece muy difundida, no pasa de ser un mito para justificar la mayor intromisión del Estado.

En segundo lugar, la receta de seguir al Estado de Bienestar europeo no parece la más acertada. La literatura sobre las dificultades que genera dicho modelo es abundante: crecientes déficit de financiamiento, ineficiencia del sector público, pérdida de competitividad frente a otras economías, etc.

Ante esa realidad –reconocida por la propia presidenta– se plantea que la propuesta del Gobierno es imitar "el nuevo modelo", no el viejo. La pregunta que surge es: ¿por qué si el viejo Estado de Bienestar europeo fracasó una vez, esta vez sí podemos confiar en las nuevas recetas de sus ideólogos? Tal como dijeran los propios arquitectos del Estado de Bienestar sueco, si el modelo no funcionaba en esos países (ricos, cultos y homogéneos), no lo haría en ninguna parte del mundo. Si no funcionó en Europa; ¿podrá funcionar en América Latina?

Por otra parte, además de las dificultades económicas, el Estado de Bienestar genera una serie de otros efectos, mucho más profundos: la responsabilidad es reemplazada por derechos, la autonomía cede paso a la dependencia; en vez de focalizar en los más pobres, la ayuda se reparte a diestra y siniestra; cunde el clientelismo político, etc.

Pese a todo, para la presidenta no es aceptable el actual Estado subsidiario, aquel que sólo interviene cuando la sociedad no está en condiciones de solucionar una necesidad. Prefiere un Estado activo, entrometido, que en vez de ir por detrás dando empujoncitos a quienes van más retrasados, pasa a la delantera, diciéndonos a todos a dónde debemos ir. No confía en que las decisiones libres de las personas puedan dirigir el rumbo.

En contraste a la propuesta presidencial, otra estrategia europea parece mucho más atractiva para saltar al primer mundo: seguir el ejemplo de Irlanda y Estonia. En pocos años, ambos países han mostrado avances significativos en su desarrollo económico y social, habiéndose convertido en los ejemplos más citados de recientes transformaciones exitosas.

La receta ha sido mayor libertad económica en todas sus formas: flexibilidad laboral, bajos niveles impositivos, facilidad para emprender negocios, etc. Como resultado, la economía de Irlanda creció un 80% en los años 90 y es el mayor exportador per cápita en el mundo. Estonia se ha convertido en el país tecnológicamente más avanzado de la Unión Europea y es la economía más competitiva de Europa del Este.

¿Qué será mejor para Chile y América Latina? No hay dónde perderse.

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