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Mark Steyn

Los demócratas y el bobo

Es cierto que los progresistas merecen crédito por haber refinado su opinión del ejército: ya no son asesinos o violadores sino simples paletos pobres demasiado estúpidos para algo que no sea servir de carne de cañón.

He pasado muy poco tiempo en presencia de John Kerry, pero mereció la pena. En el 2003 me encontraba en un acto de campaña en New Hampshire charlando con dos ancianos excéntricos vestidos de franela. El senador se acercó y se detuvo frente a nosotros. Las normas de etiqueta en las primarias dictan que los candidatos adopten esa indiferencia a las diferencias de estatus propia de New Hampshire e inicien la conversación en plan: "Hola, soy John Kerry. Me alegro de veros. ¿Hace frío para esta época del año? ¿Qué tal los Sox?". En lugar de eso, Kerry simplemente se detuvo a poca distancia, mirándonos fijamente con un inescrutable gesto de semi-cabreo en su cara. Después de una eternidad, un ayudante salió de detrás de él y dijo: "El senador necesita que os mováis".

– Bueno, ¿y por qué no puede decirlo él?– musitó uno de los ancianos. Efectivamente, ¿por qué no?

Ahora mismo el Partido Demócrata necesita que el senador se mueva. Preferiblemente al sur de las Malvinas, hasta la noche de este martes electoral, o mejor aún hasta comienzos del 2009.

Por supuesto, no lo hará. Fatuo hipersensible de condescendiente sangre azul, sin sentido del ridículo, el Senador de los Matices está seguro de poco más que de la creencia de que es imprescindible. Todos hemos escuchado ya la famosa "broma": "Ya sabéis, la educación, si la aprovecháis al máximo, si estudiáis duro, si hacéis vuestros deberes y hacéis un esfuerzo para ser inteligentes, podéis prosperar. Y si no, os hundiréis en Irak" (solo de batería). Pero, aunque sea tentador disfrutar de su momento "apoyamos a nuestras estúpidas tropas" simplemente como la enésima confirmación de la siempre precisa capacidad del senador de caerse en todas las zanjas, lo cierto es que esto pertenece a una categoría de meteduras de pata Kerry ligeramente distinta a, por ejemplo, aquella vez que fueron a Wendy's y su mujer Teresa no sabía lo que era el chile.

Haya sido o no intencionado (y "estaba haciendo una broma de lo estúpido que es Bush pero soy el único progre de América tan estúpido como para hacer una broma Bush-es-estúpido sin cargármela" debe ser una de las peores excusas de todos los tiempos), lo que dijo encaja en lo que creen demasiados demócratas estirados: que los soldados de Estados Unidos están en el Ejército sólo porque son demasiado pobres y carecen de la educación necesaria para aspirar a algo mejor. Eso es a lo que se refieren cuando dicen que apoyan a nuestras tropas. Las apoyan como víctimas, como niños, como receptores potenciales de beneficencia, pero no las apoyan como guerreros y no apoyan su misión.

De modo que su "apoyo", objetivamente, carece de valor. La airada protesta de que "por supuesto", "apoyamos a nuestras tropas" no es un apoyo, es una ambigüedad que enfatiza la frivolidad de los demócratas en el mundo post 11-S. Un partido serio habría visto la jihad como el profundo desafío en política exterior que necesitaban afrontar de forma creíble. Podrían haber encontrado un Tony Blair, un izquierdista sentimental con debilidad por la sanidad y la educación y todas esas mariconadas, pero decidido en la proyección exterior de las fuerzas militares por interés nacional. Pero en Connecticut vimos lo que les sucede a los demócratas que se presentan como blairitas: les impiden presentarse. En las elecciones del 2004, en lugar de afrontar la guerra contra el terror como una cuestión de seguridad nacional, los demócratas la vieron simplemente como un punto fuerte de Bush que debían neutralizar. Y así se alistaron en la narrativa incoherente de John Kerry, un celebrado activista pacifista que de pronto se presento a filas como héroe de guerra asegurando que, aunque la guerra fue un error y sus camaradas eran asesinos y violadores, sus cuatro meses a orillas del Mekong eran el capítulo más épico de los anales de la república.

Vale la pena contrastar la pelotillera admiración mediática por el servicio en el ejército de Kerry con su total falta de interés en los años de servicio de Bob Dole dos campañas presidenciales antes. La noche de la convención en Boston fue una de las presentaciones más recalcitrantes de la política contemporánea: un hombre saludado como combinación entre Alejandro el Grande y el Duque de Wellington por unas cuantas semanas de servicio en una guerra que Estados Unidos perdió. Pero Kerry es la representación viva de la ambigüedad demócrata, del discurso tipo "nos oponemos a la guerra pero apoyamos a nuestras tropas". Ese es el motivo por el que los pacifistas Demócratas, superándose a sí mismos, decidieron que podían apoyar a un soldado que se oponía a la guerra. Y, como manifiesta Kerry sin esfuerzo cada vez que abre su boca, si separas el heroísmo de una guerra de la moralidad de la misma, ¿qué es lo que queda sino pretenciosidad? O, como me entonó el senador allá en New Hampshire cuando intenté preguntar lo que haría realmente él con Irak, Irán o cualquier otra cosa, "en ocasiones el liderazgo verdaderamente valiente significa tener la valentía de no mostrar ningún liderazgo" (cito de memoria).

Para ser justos con Kerry, él no inventó la tortuosa relación de los demócratas con el ejército. Pero desde que Eugene McCarthy se presentara contra Lyndon Johnson y destruyera al demócrata más poderoso de la última mitad del siglo, el Partido Demócrata ha tenido una relación problemática con el uso del ejército fuera de nuestras fronteras por interés nacional. El presidente Jimmy Carter se limitó a una desastrosa misión de helicópteros en Irán; Bill Clinton bombardeó más países en poco más de seis meses que el neocon belicista sionista Bush ha bombardeado en seis años pero, a menos que usted estuviera por casualidad en la fábrica sudanesa de aspirinas que destruyó, fue tan esporádico y falto de compromiso como en su vida sexual, y caracterizado por la misma incapacidad para alcanzar (en palabras de Ken Starr) "la finalidad". En cuanto a John Kerry, desde que difamara por primera vez al ejército norteamericano hace tres décadas, se ha equivocado en cada cuestión de política exterior y votado en contra de todo sistema de armamento estadounidense significativo.

Cierto, al igual que Kerry decidió en el 2004 que los asesinos y violadores ahora eran su valiente "grupos de hermanos", la izquierda descubre con frecuencia un súbito entusiasmo por la guerra anterior una vez que la nueva se presenta. Desde Irak, han estado completamente a favor de Afganistán, aunque allá por el otoño del 2001 estaban convencidos de que era una vorágine, cementerio del imperio, inganable, otro Vietnam, etc. Oh, y también descubrieron un tardío entusiasmo por la astuta conducta del primer presidente Bush de la Guerra del Golfo de 1991, aunque también Kerry y la mayor parte de los demócratas votaran en contra de esa. En este tedioso fraude, no importa lo incontroladamente que la izquierda revuelva los vasos, nunca encuentras el del garbanzo de "la intervención militar que estamos dispuestos a apoyar en el momento en que hay que hacerlo".

Es cierto que los progresistas merecen crédito por haber refinado su opinión del ejército: ya no son asesinos o violadores sino simples paletos pobres demasiado estúpidos para algo que no sea servir de carne de cañón. La izquierda no comprende aún que el soldado es quien garantiza que puedan seguir existiendo todas las demás profesiones: el periodista derrotista delNew York Times, el profesor universitario antiamericano, el presentador del "vídeo insurgente del día"en la CNN, el jactancioso senador arreglado, etc. El traspiés de Kerry no se reduce a la ineptitud de un una inepta Maria Antonieta del Senado; es un vistazo a la mentalidad de demasiados norteamericanos.

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