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Víctor Llano

Los que nadie recuerda

Su crimen consistió en devolver el saludo a la mujer de un general. Le costó pasar diez años en tres de las más siniestras ergástulas castristas. Salvo su madre, jamás nadie preguntó por qué le habían condenado.

Nos cuentan que son muchos los supuestos estadistas que desean visitar a Castro en su lecho de muerte. Quizás quieran comprobar por sí mismos que su padre político les abandona para siempre. Lástima que una vez en La Habana no pregunten por las víctimas del que durante casi cinco décadas fue su Máximo Líder. Nunca encontraron el momento oportuno para preguntarle por los cien mil presos cubanos. Y ahora que se muere no le van a recordar lo que jamás le recordaron. Sería del mal gusto rogarle que permita a la Cruz Roja entrar en las más de doscientas cárceles cubanas. Mejor no hablarle del infierno. ¿Para qué asustarle más de lo que ya está? Le sonreirán y tratarán de convencerle de las bondades de la quimioterapia.

Dicen que son 339 los presos de conciencia cubanos. Jamás entenderé por qué se olvidan de los cien mil que no citan y que están sufriendo lo indecible sin que nadie pueda hacer nada por ellos. Ni al más desalmado de los delincuentes se le puede torturar como torturan en Cuba a los que no supieron apreciar los logros de una robolución que sólo pudo ofrecerles patrañas, miseria y represión. Ya va siendo hora de que alguien se interese por su pésima suerte. Sufren más que los políticos y, como ellos, también fueron condenados sin ninguna garantía.

No lo olvidaré. No hace mucho conocí en la Fundación Hispano Cubana a un ciudadano que pasó 10 años en tres prisiones castristas. Cuando le aconsejé que iniciara los trámites para solicitar asilo político en Madrid, me respondió que no podía ya que no fue condenado por disidente. Le pregunté por el delito que había cometido. Me contestó que ninguno. Ante mi sorpresa, me explicó la causa de su ruina. La mujer de un laureado general de la tiranía se había enamorado de él. Trató de evitarla, pero ella insistió tanto que llegó a oídos del militar que no quiso correr el riesgo de que le convirtieran en cornudo. No estaría bien visto en un héroe africano.

Ya se imaginan el final de la historia. El general le acusó de trabajar para la potencia enemiga y un tribunal robolucionario, informatizado gracias a la generosidad de Ibarretxe, le condenó a 10 años de cárcel. Cuando por fin lo excarcelaron, no se atrevió a regresar a su barrio. No quiso encontrarse con la mujer del general. Jamás tuvo madera de héroe. Nunca militó en la disidencia ni envío una crónica a un diario de Miami. Ni siquiera había intentado abandonar la Isla o sustraído una medicina en una farmacia para extranjeros. Su crimen consistió en devolver el saludo a la mujer de un general. Le costó pasar diez años en tres de las más siniestras ergástulas castristas. Salvo su madre, jamás nadie preguntó por qué le habían condenado.

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