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Juan Carlos Girauta

Dos muertes sin conexión

Dijo Borges, no sin parte de razón, que "se estaban comiendo a los caníbales", pues el terror era también un contraterror. Luego reconocería don Jorge Luis lo evidente: que con los caníbales cayeron asimismo muchos que pasaban por allí.

Mueren sucesivamente Postigo y Pinochet, y el azar, como suele, propone asociaciones impensables. Los años de supuesta rebeldía colectiva, por ejemplo. Los del monopolio de la Televisión Española, cuando una audiencia baja eran diez millones de telespectadores y las veladas domésticas estaban hechas, que nadie se engañe, de copla y conformidad. Épocas en las que, a juzgar por lo que cuentan los de Cuéntame, la juventud nacional en pleno, y una parte importante de los no tan jóvenes, estaría "moviéndose" contra la dictadura. Postigo es un recordatorio de lo que realmente era España cuando la libertad se estaba desperezando.

El golpe de Estado chileno de septiembre de 1973 coge a nuestro país en el tramo final de un régimen dispuesto a un acto final de intervencionismo: tratar de eludir la crisis del petróleo, que tantas cosas cambiaría en el mundo, a base de subvencionar la energía. No estaba la cosa para crisis económicas que podían precipitar con facilidad otro tipo de crisis. No hubo, claro está, nada que hacer, y la recesión nos alcanzó con especial violencia cuando llegaron los ajustes, dos años después, coincidiendo con la muerte de Franco.

El cierre masivo de empresas, el inicio de un desempleo que alcanzaría con Felipe González límites intolerables y algunas otras circunstancias derivadas en parte de lo anterior, como el incremento de la delincuencia, sirvieron el cuadro que permitió afirmar que vivíamos mejor con Franco, a unos, o contra Franco, a otros. Sólo que contra Franco habían vivido muy poquitos. Básicamente los comunistas del PCE. Que le echen un vistazo los jóvenes de la LOGSE a las imágenes de la última concentración franquista en la Plaza de Oriente si desean hacerse una idea de lo que era el Madrid de la primera mitad de los setenta. Es pura matemática: muchos de aquellos madrileños con el brazo en alto votarían pronto socialista e invocarían cien años de honradez.

Otras imágenes, las de La batalla de Chile, con sus ocho horas en blanco y negro, nos conmoverían en los dulces cine-clubs de la Transición. Aprenderíamos un antiamericanismo justificado en la estrategia de Kissinger, el auxilio liberticida a dictaduras de derecha en el Tercer Mundo, la subvención de una sarta de criminales uniformados, avalados por su anticomunismo, que, con frase feliz, Washington dio en llamar "nuestros hijos de puta". Uno de ellos es el que ha muerto ahora con noventa y un años. De las acciones que sembraron el terror en Chile o Argentina dijo Borges, no sin parte de razón, que "se estaban comiendo a los caníbales", pues el terror era también un contraterror. Luego reconocería don Jorge Luis lo evidente: que con los caníbales cayeron asimismo muchos que pasaban por allí. El terror es siempre terror.

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