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Enrique Dans

Política y educación

A este lado del túnel, las empresas empiezan a afanarse por conocer a sus clientes, por aprender cosas de ellos, por hacerse próximas, convertirse en referencias de conversación. Mientras, los políticos siguen justo la dirección opuesta.

El martes, en el congreso de LeWeb 3 de París, decididamente la cita más interesante en la vanguardia de Internet a nivel europeo, los asistentes fuimos testigos del llamado "espectáculo de la política", con todas las connotaciones negativas posibles que se puedan imaginar para el término "espectáculo". En realidad, son cosas de las que los ciudadanos de a pie somos, tristemente, cada día más conscientes: la cada día mayor separación entre la llamada "clase política" y los ciudadanos, algo que he podido presenciar en directo últimamente en más de una ocasión.

La cosa va como sigue: imagínese un evento del tipo que quiera, en el que está prevista la participación de un político. De repente, todo se paraliza. Una serie de personas de aspecto hosco y serio entran en la sala, y toman posiciones de manera claramente ostentosa y visible. Sin solución de continuidad, una nube de personas se arremolina en la entrada, rodeados de una constelación de fotógrafos y cámaras de televisión, mientras en el centro, cual si fuera una estrella del rock, se intuye la presencia del político. Al cabo de un momento y tras varios apretones de mano, el político sube al estrado, y se dirige al público. O no, un momento... ¿se dirige al público? En realidad, no. Se dirige a la muralla de objetivos de fotógrafos y cámaras de televisión apostada entre la tarima y la audiencia, objetivos a los que no mira directamente, pero que son los claros destinatarios de su discurso. Al otro lado de la muralla, los asistentes al acto observan embelesados el despliegue mediático y hacen comentarios morbosos sobre el personal de seguridad. El político llega al atril, lanza su discurso y, según lo termina, desaparece sin dar lugar a ningún tipo de preguntas entre otra nube de personas, flashes, cámaras de televisión y guardaespaldas de variada condición.

Las reglas de protocolo dicen ahora que en el momento en que llega el político de turno al evento que sea, todo debe paralizarse para que él o ella puedan subirse a la tarima y empezar su discurso. Si alguien estaba hablando en ese momento, porque el acto llevase algo de retraso o hubiese sufrido alguna alteración en su agenda, no importa: el moderador u organizador del mismo se encargará de interrumpirlo de manera habitualmente brusca, pero con cara de "mi brusquedad está justificada", y de dar paso al político, que tiene que llegar necesariamente "a mesa puesta", y que a veces incluso solicita a la organización que desencadene un aplauso "espontáneo" en el momento de entrar en la sala.

¿Qué está pasando con esa llamada "clase política"? ¿Realmente pasaría algo si en lugar de dedicarse a interrumpir de manera brusca y maleducada todo aquel evento en el que hacen acto de presencia, llegasen como personas normales, se sentasen en primera fila a esperar que el ponente anterior terminase su intervención, y subiesen pacíficamente al estrado sin alardes mediáticos y de seguridad? ¿Es que no es posible ejercer la vigilancia de una personalidad pública sin tener que parecer los primos lejanos de los hombres de Harrelson?

La respuesta es que, en realidad, no pasaría absolutamente nada. Nada, y mucho menos la agenda de un político, es tan urgente como para justificar tanta mala educación. Y además, estoy perfectamente convencido, a tenor de los políticos que voy conociendo, de que ni siquiera ellos se sienten cómodos en semejantes situaciones, salvo casos de profunda y patológica megalomanía. En realidad, el político no suele ser alguien maleducado y grandilocuente, sino una persona perfectamente normal. Entre otras cosas, porque el político, además, no debería "ser", sino más bien "estar". No se "es", político, se es otra cosa, y en algún momento, por las razones que sea, se llega a "estar" en un determinado cargo político un periodo que debe tener un final. Cuando el político pasa del "estar" al "ser", cuando se "profesionaliza", es cuando empieza a dar lugar a esa "clase política" que ya casi recuerda a la corte de Versalles del siglo XVIII.

En realidad, la culpa no la tiene tanto el político como seguramente una estirpe de responsables de protocolo que se han acostumbrado a una dinámica de ese tipo. Una dinámica que aleja al político del ciudadano, que lo convierte en un monigote que es llevado a un atril donde pronuncia su discurso, para después ser prácticamente retirado del mismo sin tiempo para preguntas, no vaya a ser que se moleste por la interacción con el vulgo y el populacho, o que le hagan alguna pregunta de tono inconveniente. No admitir preguntas tras un discurso o conferencia no es sólo maleducado: es prácticamente un insulto a la dignidad de la audiencia, una negación de su condición de estar a la altura de la conversación.

A este lado del túnel, las empresas empiezan a afanarse por conocer a sus clientes, por aprender cosas de ellos, por hacerse próximas, convertirse en referencias de conversación. Mediante sistemas como el Customer Relationship Management (CRM) o canales como Internet y los blogs, las empresas tratan de cerrar ese espacio que las separaba de sus clientes, de su verdadera razón de ser. Mientras, los políticos siguen justo la dirección opuesta: la de separarse de los ciudadanos, convertirse en grandilocuente "clase dirigente", entrar y salir por zonas exclusivas, no "mezclarse con el populacho".

La próxima vez que tenga la oportunidad de presenciar la llegada de un político a un evento, piénselo. Ni la democracia ni los ciudadanos merecen ser tratados así.

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