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Porfirio Cristaldo Ayala

Impuesto, ineficiencia y corrupción

Las complicaciones del arcaico IRP, los errores de contabilidad, la pérdida de tiempo –millones de horas por año– constituyen riquezas que se esfuman sin beneficiar a nadie.

Los pocos que todavía apoyan el impuesto sobre la renta personal (IRP) lo hacen porque siguen convencidos que es justo, moderno y combate la informalidad y la corrupción. Están equivocados, y no es suficiente tener buenas intenciones. El camino al infierno también está empedrado con buenas intenciones.

El IRP es uno de los tributos más injustos y contraproducentes. No tributan quienes más tienen, sino quienes más producen. Los más castigados no son los acaudalados sino los trabajadores que más riqueza crean. Estas personas no están en deuda con la sociedad por ganar más, como piensan los socialistas. Es la sociedad la que está en deuda con ellos porque las personas más sacrificadas, emprendedoras e innovadoras son quienes originan más ahorros, empleos y bienestar a los pueblos.

Los economistas saben que, para debilitar una actividad, como el consumo de licor y tabaco, basta con aplicarle un impuesto. Cuánto más alta la carga tributaria mayor es la disminución. Todo impuesto es nocivo para la economía. Pero el IRP es fatal porque ataca el corazón mismo de la creación de riqueza y empleos, al afectar a las ganancias y a la inversión, lo que termina castigando duramente a los pobres. Va en contra no sólo de los trabajadores sino también de los jóvenes y campesinos más pobres.

El IRP no conduce a la modernidad. Los países más evolucionados y prósperos lo reemplazaron por impuestos más sencillos, transparentes y equitativos, como el flat tax que utilizan Irlanda y Hong Kong, así como Rusia y gran parte de Europa del Este. El flat tax se declara en una postal, donde se indican los ingresos de las personas, las deducciones y el impuesto con tasa única a pagar. No hay que archivar montañas de papeles durante años, ni pagar a contadores y abogados especialistas.

Las complicaciones del arcaico IRP, los errores de contabilidad, la pérdida de tiempo –millones de horas por año– constituyen riquezas que se esfuman sin beneficiar a nadie. Estas ineficiencias ocurren incluso en los sistemas mejor administrados y más transparentes. Para evitarlo, algunos contribuyentes pagan coimas o pasan al mercado negro, engrosando la legión de los que viven al margen de la ley. El IRP no reduce la informalidad sino que la amplía.

Pretender combatir la corrupción con el IRP es como tratar de apagar el fuego con gasolina. Lo único que ha logrado vencer a la corrupción endémica es la liberalización de la economía. La vieja cultura del trámite y la coima se sostiene en el estatismo. "Si no hay nada que vender, no habrá nada que comprar" a los funcionarios. Un impuesto que complica, dilata y encarece las gestiones burocráticas, obstaculiza el ahorro, la inversión y la producción, a la vez que fomenta el despilfarro estatista y es un imán para la corrupción. En todas partes y épocas el IRP se opuso a la creación de riqueza, redujo el ahorro y la inversión, devastó la privacidad, promovió la informalidad y la corrupción, atrasando a las naciones. Al contrario de lo que afirman sus defensores, es difícil concebir un impuesto más injusto, anticuado y empobrecedor.

La única receta probada para estimular el crecimiento económico y escapar de la miseria y corrupción que sufren los países pobres es abandonar el estatismo, proteger los derechos de propiedad, simplificar y bajar los impuestos, ensanchar la libertad económica y estimular a las personas más dedicadas, innovadoras y exitosas.

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