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Emilio J. González

De las palabras a los hechos

Hay capítulos muy sensibles en los que la apertura al comercio internacional brilla por su ausencia, sobre todo en agricultura. Muchos países en desarrollo lo único que por ahora tienen para comerciar son bienes agrícolas.

El Foro Económico Mundial, que se celebra todos los años a finales de enero en la localidad suiza de Davos, ha sido siempre una reunión que ha abogado por la globalización y la liberalización del comercio mundial. Los participantes en la misma, siempre destacadas personalidades del mundo político, empresarial y financiero a nivel internacional, han abogado con asiduidad por la liberalización de los intercambios internacionales como vía para promover el desarrollo y la lucha contra la pobreza en el mundo. La experiencia de los países en vías de desarrollo que se han abierto a la globalización confirma una y otra vez este punto de vista. China, por ejemplo, ha conseguido reducir en 400 millones de personas el número de pobres del país gracias a su integración en la economía mundial. Esa misma experiencia positiva se aprecia también en los países del sureste asiático que, en la década de los ochenta del siglo pasado, apostaron por la apertura al exterior de sus economías. Si la liberalización del comercio internacional depara semejantes resultados, ¿por qué a estas alturas seguimos teniendo que abogar por más liberalización?

En cierto modo, la culpa es de los propios países desarrollados. Hasta ahora, la liberalización del comercio internacional que ha tenido lugar ha afectado, sobre todo, a los bienes industriales, a los servicios financieros y a las inversiones, tanto financieras como reales. Pero hay capítulos muy sensibles en los que la apertura al comercio internacional brilla por su ausencia, sobre todo en agricultura. Muchos países en desarrollo lo único que por ahora tienen para comerciar son bienes agrícolas. Sin embargo, se encuentran, por un lado, con que las tres áreas más desarrolladas del mundo –Japón, Estados Unidos y la Unión Europea– protegen sus mercados agrícolas a ultranza. Por otro, estas tres áreas conceden ingentes subvenciones a sus agricultores para que produzcan más y más, generando excedentes que vierten a los mercados mundiales y hunden los precios de estos bienes, cercenando de esta forma las posibilidades de mejora y de lucha contra la pobreza de los países en vías de desarrollo.

En la cumbre de Doha, celebrada a finales de 2001, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, muy concienciado de que una de las bases para la lucha contra el terrorismo internacional tenía que ser la lucha contra la pobreza a través del comercio internacional, propuso iniciar una nueva ronda de negociaciones. Pero luego vino la realidad. Lo que había que liberalizar era, fundamentalmente, el ultra protegido sector agrícola de los países desarrollados para permitir a los países en vías de desarrollo el acceso a estos mercados y, entonces, aquellas buenas intenciones quedaron en agua de borrajas. Ahora, el director de la Organización Mundial del Comercio, Pascal Lamy, ha dicho que esas negociaciones van a retomarse de nuevo. Esta muy bien pero ello exige un cambio de actitud y de política por parte de los países desarrollados que todavía está por ver que vaya a tener lugar. En la Unión Europea, por ejemplo, la Comisión Europea ha empezado nuevamente a tratar de reformar la política agrícola común con el fin de reducir las ayudas a la agricultura y ya han empezado los movimientos en contra, sobre todo por parte de Francia. Si de verdad queremos que la liberalización del comercio internacional sea una realidad, si de verdad pretendemos que la globalización sea una ayuda eficaz al desarrollo, hay que incidir en el capítulo agrícola.

Los países en vías de desarrollo también tienen sus cuotas de responsabilidad. Algunos de ellos no han tenido el éxito esperado en su apertura al comercio internacional y la globalización y, en seguida, ha venido el desencanto y las críticas de los movimientos antiglobalización, que no ven en estos países los prometidos beneficios de la apertura. Pero tampoco ven que, en muchos casos, ese fracaso ha estado vinculado con prácticas corruptas por parte de las clases dirigentes de dichos estados. O que no cuentan con sistemas de mercado que permitan una redistribución más justa de los beneficios del comercio internacional en vez de que estos se concentren en unas pocas manos, las que controlan el poder e impiden la aparición en el interior de una auténtica economía de mercado, con sus procesos de negociación entre todas las partes –clientes y proveedores, empresas y trabajadores–. Sin ellos, los beneficios de la apertura económica al exterior no llegaran al conjunto de la población.

En este sentido, hay países como Bolivia o Venezuela que, en lugar de optar por una reforma económica y política sensatas, se han decantado por el populismo encarnado por sus presidentes electos. A ese populismo han seguido las nacionalizaciones y las amenazas a los empresarios, ahuyentando de esta forma las inversiones necesarias para promover el desarrollo de sus países y pretendiendo haber encontrado la piedra filosofal para resolver los problemas de sus sociedades. Hugo Chávez pretende utilizar el petróleo venezolano, en parte con ese fin, en parte para consolidarse en el poder, cuando el mundo desarrollado está avanzando a pasos agigantados hacia la búsqueda y utilización de otras fuentes de energía. El boliviano Evo Morales, por su parte, cree que con la nacionalización de los hidrocarburos todo está resuelto. Y ahora la pregunta es de dónde van a salir los recursos económicos para desarrollar ambos países si con esas políticas están ahuyentando a los inversores nacionales y extranjeros y, en ningún caso, pretenden integrarse en la globalización más allá de la comercialización del crudo en los mercados internacionales.

Esos deseos de avanzar en la liberalización del comercio internacional expresados en Davos son, sin duda, encomiables. Pero hay que pasar de las palabras a los hechos, y eso exige esfuerzos realistas y sensatos por parte de todos, tanto de los países desarrollados como de las naciones en vías de desarrollo. En caso contrario, estaremos en lo de siempre: mucha palabrería en uno u otro sentido y poca acción, mientras millones de personas siguen condenadas a la pobreza a cuenta de los políticos y los juegos de intereses particulares de unos y otros.

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