Menú
Jeff Jacoby

El fisco y el desastre sanitario

Imagine lo que costaría el seguro del coche, escribe Gratzer, "si la gente insistiera en que cubriera no sólo los grandes arreglos, sino también los cambios de gasolina y aceite".

Al entrar en el espinoso asunto de la sanidad durante su discurso del estado de la Unión, el Presidente Bush observó que, para la mayor parte de los estadounidenses, "el seguro sanitario privado es la mejor manera de cubrir sus necesidades. Pero muchos americanos no pueden permitirse un seguro de salud."

¿Por qué es tan caro el seguro sanitario? Una explicación es que los extraordinarios avances que las ciencias médicas han hecho a lo largo de las últimas décadas tienen un precio considerable. La revolución del cuidado cardiovascular, la marabunta de medicinas nuevas, la invención del escáner de tomografía axial y las resonancias magnéticas, la capacidad para trasplantar órganos... estos y tantos otros milagros de la medicina moderna no son baratos. Que el seguro que cubre el coste de tales milagros tampoco sea barato parece razonable.

Pero, espere un momento, ¿seguro que es realmente razonable? La tecnología de la información también se ha expandido en las últimas décadas, pero los ordenadores nunca han sido tan baratos como ahora. La agricultura está mucho más avanzada, y la calidad y variedades de los alimentos disponibles al consumidor es muy superior a la que fue hace 50 años, pero el coste real de la comida ha caído en picado. El precio de una televisión en color primitiva en 1954 equivalía a tres meses de salario para un trabajador americano medio; ese trabajador obtiene hoy una pantalla de 25 pulgadas en color de alta definición por apenas tres días de trabajo.

"¿Por qué –se pregunta David Gratzer, médico y académico del Manhattan Institute– cuando en cada uno de los restantes campos donde se han hecho enormes avances, el coste total ha caído a lo largo del tiempo, en la sanidad se ha incrementado?". La respuesta, escribe en The Cure, un vivo y absorbente libro sobre el desastre de la sanidad americana, es simple: el cuidado sanitario cuesta tanto porque la mayor parte de nosotros pagamos muy poco por él. Y pagamos tan poco –el gasto no reembolsable supone apenas 14 centavos de cada dólar gastado en salud en este país– porque una tercera parte casi siempre lo hace por nosotros. Para la mayor parte de los norteamericanos que trabajan, esa tercera parte es una compañía de seguros pagada por sus jefes. Para los pobres y los ancianos que dependen de programas tales como Medicare o Medicaid, es el Gobierno.

¿Por qué es tan importante si los norteamericanos pagan o no por el cuidado médico directamente, o dejan que las aseguradoras cubran sus facturas? Porque el fijarnos en los distintos precios y gastar menos es algo que solemos dejar de hacer cuando estamos gastando el dinero de otras personas. Bajo el esquema actual, la mayor parte de los norteamericanos tienen pocos incentivos para ser consumidores de sanidad a precios ajustados. Como resultado, los gastos sanitarios –y las primas de los seguros– han venido subiendo entre 3 y 4 veces la tasa de inflación.

Todo esto se debe a una rareza en la política fiscal que se remonta a la Segunda Guerra Mundial, cuando los patronos que querían mejorar los salarios de los trabajadores sin incumplir los controles salariales federales tuvieron la idea de pagar en especie proporcionando prestaciones médicas. Cuando Hacienda acordó no tratar tales servicios como ingresos gravables, provocó un cambio de largo alcance en el modo en que los norteamericanos pagan por el cuidado sanitario.

Lo que había sido un mercado relativamente libre de servicios sanitarios, con pacientes intercambiando directamente con médicos y hospitales, cedió el paso a un sistema de terceras partes en el que los empresarios pagan a las aseguradoras, y las aseguradoras pagan las facturas. Los estadounidenses utilizaron cada vez más el seguro para cubrir los gastos médicos rutinarios, no solamente los enormes costes inesperados como hospitalizaciones o cirugías. Imagine lo que costaría el seguro del coche, escribe Gratzer, "si la gente insistiera en que cubriera no sólo los grandes arreglos, sino también los cambios de gasolina y aceite".

Para desenredad apropiadamente esta maraña, el Congreso debería poner fin a la exención fiscal que la provoca. Los empresarios no suelen proporcionar a los trabajadores seguros de la casa o del automóvil o, ya puestos, comida, ropa o techo. Idealmente, el tratamiento médico no sería gestionado de manera distinta, y los americanos se beneficiarían de un mercado sanitario mucho más robusto y competitivo del que tienen ahora.

Pero después de 60 años probablemente sea impracticable eliminar sencillamente la deducción fiscal de una tacada, de manera que el presidente ha propuesto un camino alternativo: eliminar los incentivos para que el seguro sanitario sea proporcionado por los empresarios entregando a cada familia con seguro sanitario una deducción de 15.000 dólares (7.500 para individuos), sin importar de donde proviene su seguro o lo poco que cuesta. El seguro sufragado por el empresario pasaría a ser ingreso gravable, pero dado que la mayor parte de las cláusulas de seguro cuestan menos de 15.000 dólares, la mayor parte de los empleados disfrutaría de un recorte fiscal significativo.

Bajo el plan Bush, el fisco ya no penalizará a los norteamericanos que no obtienen seguro sanitario a través de sus jefes, puesto que también ellos pueden solicitar la deducción fiscal de 15.000 dólares. Millones más tendrían incentivos para adquirir un plan de salud menos caro que el disponible a través del trabajo, puesto que seguros más baratos terminarían significando un recorte fiscal mayor. Eso presionaría a las aseguradoras, que tendrían que desarrollar planes altamente deducibles y de primas bajas, y al consumidor sanitario, que empezaría a prestar atención a los precios.

La receta de Bush no curará todos los males que aquejan al sistema norteamericano de salud. Pero no hay duda de que es un comienzo excelente.

En Sociedad

    0
    comentarios