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Thomas Sowell

Sindicatos, paro y Obama

Todo lo que pueden hacer es prohibir al empresario que pague menos de lo que el gobierno o los sindicatos quieren que pague. Cuando esa cifra es más de lo que rinde el trabajo en cuestión, algunos empleados perfectamente capaces dejan de ser contratables.

El senador Barack Obama dijo recientemente: "permitamos que nuestros sindicatos y sus representantes levanten de nuevo a la clase media de este país". Irónicamente, lo dijo en el momento en que los fabricantes de automóviles de Detroit están despidiendo a sus empleados sindicados por decenas de miles al mismo tiempo que Toyota contrata a decenas de miles de trabajadores norteamericanos no sindicalizados.

Los sindicatos, al igual que el gobierno, pueden cambiar los precios –en este caso, el precio del trabajo– pero no alterar la realidad subyacente que manifiestan esos precios. Ni ellos ni las leyes de salario mínimo cambian la productividad de los trabajadores. Todo lo que pueden hacer es prohibir al empresario que pague menos de lo que el gobierno o los sindicatos quieren que pague. Cuando esa cifra es más de lo que rinde el trabajo en cuestión, algunos empleados perfectamente capaces dejan de ser contratables sólo porque los salarios se han fijado por encima del nivel de su productividad.

A corto plazo –que es lo que les importa a los políticos y a los líderes sindicales, al ser ambos elegidos en el corto plazo– los trabajadores que ya están en nómina pueden recibir un dinero caído del cielo antes de que el mercado se ajuste. Pero, antes o después, los efectos negativos se dejan sentir. Eso es lo que ha estado sucediendo en la industria automovilística, donde centenares de miles de puestos de trabajo se han perdido a lo largo de los años.

No es que la gente no quiera coches. Toyota está vendiendo cantidades ingentes de automóviles fabricados en sus fábricas norteamericanas sin mano de obra sindicalizada. Algunos afirman que es la automatización la responsable del descenso en el número de trabajadores en las fábricas de Detroit y no los salarios y otros beneficios pactados en los convenios colectivos. ¿Pero por qué iban a comprar las compañías automovilísticas maquinaria automatizada tan cara, si no fuera porque la mano de obra ha pasado a ser lo bastante costosa como para convertirse en la segunda mejor opción, y no la primera?

El senador Obama está siendo elogiado como el rostro más novedoso y fresco del escenario político norteamericano. Pero está defendiendo las falacias más antiguas, como si fueran los años 60 otra vez, o como si no hubiera aprendido nada desde entonces.

Piensa que aumentar el salario de los profesores es la respuesta a los estrepitosos fracasos de nuestro sistema educativo, que es ya más caro que la educación proporcionada en países cuyos estudiantes han superado constantemente a los nuestros durante décadas en los exámenes internacionales.

El senador Obama está a favor de hacer "asequible" la educación superior, como si nunca hubiera considerado que los subsidios gubernamentales elevan el precio de las matrículas de la misma manera que los subsidios gubernamentales elevan los precios agrícolas, el precio de la sanidad y muchos otros.

También está a favor de "los combustibles alternativos", sin dedicarle ni la más mínima reflexión a los precios de esos combustibles o las implicaciones de esos precios. Todo esto forma parte del antiguo programa progre de hace años, el mismo perro con diferente collar, una cara nueva con ideas antiguas que ya se han puesto en práctica y que han fracasado repetidamente durante la generación anterior.

El senador Obama no es un caso especial entre los políticos que quieren controlar los precios, como si con eso estuvieran controlando la realidad subyacente tras ellos.

Existe un gran interés político actual en los denominados "préstamos usereros", que cobran elevados tipos de interés por préstamos para pobres o para personas con bajo índice de crédito.

Nada sería más fácil, políticamente hablando, que aprobar leyes para limitar los tipos de interés o hacerles más difícil a los prestamistas recobrar su dinero. Y nada provocará que el crédito desaparezca con mayor rapidez para las personas con bajos ingresos, obligando a algunos de ellos a recurrir a prestamistas ilegales, que tienen sus propios medios de cobrar.

La realidad subyacente que los políticos no quieren afrontar es que también aquí los precios plasman una realidad que no es objeto de control político, como es el hecho de que resulta mucho más arriesgado prestar a algunas personas que a otras.

Es el motivo por el que el precio de un préstamo –el tipo de interés– es mucho más elevado para unas personas que para otras. Lejos de percibir un beneficio extraordinario por esos préstamos más arriesgados, muchos han perdido millones de dólares con ellos y algunos han llegado a quebrar.

Pero la política no tiene que ver con hechos. Tiene que ver con lo que los políticos logren hacer creer a la gente.

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