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Thomas Sowell

Sandra Day O'Connor, la juez de cuota

Hasta Ronald Reagan, tan elocuente contra la discriminación positiva y las cuotas, anunció que iba a nombrar a "una mujer" para el Tribunal Supremo durante la campaña electoral de 1980, y luego buscó una mujer para el cargo.

Es comprensible que los presidentes demócratas progresistas, empezando por Franklin D. Roosevelt, llenaran el Tribunal Supremo de jueces demócratas progresistas. Lo que resulta mucho más difícil de entender es cómo toda una sucesión de presidentes republicanos conservadores –Nixon, Ford, Reagan y Bush padre– se las arreglaran para designar a tanto progre para el Tribunal Supremo.

Todos estos presidentes se presentaron ante los electores defendiendo la idea de que lo que necesitaban los tribunales en general, y el Tribunal Supremo en particular, eran jueces que obedecieran la ley en lugar de inventarse sus propias leyes nuevas. Los votantes que colocaron a estos presidentes republicanos en la Casa Blanca acabaron repetidamente decepcionados con muchos, por no decir la mayoría, de sus candidatos a jueces del Tribunal Supremo.

El presidente Nixon nombró a Harry Blackmun, que se sacó de la manga el "derecho constitucional" al aborto, del mismo modo que jueces progresistas anteriores a él se inventaron toda suerte de derechos constitucionales para criminales, vagabundos y otros.

El presidente Ford nombró a John Paul Stevens, cuyo largo historial de votos progresistas alcanzó el clímax en su decisión en 2005 de que los políticos pueden expropiar casas privadas y entregárselas a otros particulares que quieran reemplazarlas por parques de atracciones o centros comerciales, que hacen ingresar más dinero en impuestos.

Hasta Ronald Reagan, tan elocuente contra la discriminación positiva y las cuotas, anunció que iba a nombrar a "una mujer" para el Tribunal Supremo durante la campaña electoral de 1980, y luego buscó una mujer para el cargo.

Así es como una juez estatal de nivel medio sin experiencia alguna en la judicatura federal se convirtió en la juez Sandra Day O'Connor. Pero nadie dijo entonces que no estuviera "cualificada", como se diría más tarde de Clarence Thomas, cuyas credenciales superan enormemente a las de ella. Un cuarto de siglo más tarde, la herencia de opiniones incoherentes que deja Sandra Day O'Connor en asuntos como la discriminación positiva o el aborto supone una burla al concepto mismo de ley.

Teniendo en cuenta el crucial impacto de las decisiones del Tribunal Supremo sobre los 300 millones de americanos de hoy y sobre las generaciones venideras, es sorprendente que ni presidentes ni magistrados sean capaces de centrarse en lo importante y entender todo lo que está en juego.

Sandra Day O'Connor estaba a favor de la discriminación positiva antes de ser nombrada y después de jubilarse. Antes incluso de ser candidata, había animado al presidente Nixon a designar a "una mujer" para el Tribunal Supremo y, décadas más tarde, lamentaba que el presidente Bush no nombrase a "una mujer" para sucederla.

Lo que está en juego para el país y las presiones que se ejercen sobre los magistrados del Tribunal Supremo exigen que se proponga para el Tribunal Supremo al mejor candidato posible. Si el resultado es un tribunal formado por nueve varones asiático-americanos o por nueve mujeres hispanas, eso no supone más que una nota a pie de página para la historia. Plantearse los nombramientos partiendo de la búsqueda de "diversidad", como quien está decorando un árbol de Navidad con diferentes bolas de colores, es renunciar a una de las responsabilidades más serias que tiene un presidente.

Ese mantra repetido interminablemente de la "diversidad" es un triunfo del arte de la propaganda, en cuanto a que ni un atisbo de prueba directa de apoyo se ha pedido o aportado. Aún así, el Presidente George W. Bush citó la "diversidad" como razón para decidirse por la fracasada nominación de Harriet Miers al Tribunal Supremo.

Los demócratas podrán tener muchos defectos, pero saben lo que defienden y están dispuestos a llegar hasta el final por ello. Con frecuencia, los republicanos parecen ambiguos sobre lo que son y cualquiera diría que consideran la lucha como algo impropio entre caballeros.

Los demócratas del Senado hicieron todo lo que pudieron para impedir las nominaciones de los jueces Robert Bork y Clarence Thomas al Tribunal Supremo. No dejaron que ni la verdad ni la decencia les cortaran las alas.

Pero los republicanos votaron por mayoría a favor de confirmar a los candidatos de la izquierda Ruth Bader Ginsburg y Stephen Breyer cuando Bill Clinton les nominó. La votación del Senado fue 87 a 9 para Breyer y 96 a 3 para Ginsburg. No hacía falta que atacaran despiadadamente a ninguno de los dos, pero deberían haber votado en contra, explicando a la opinión pública los motivos de su voto. Al no hacerlo así han dejado que sean los demócratas los que definen qué jueces son "normales" y cuáles "extremistas".

Los republicanos necesitan reconsiderar sus opiniones sobre los jueces o, quizá, formarse una opinión de verdad por primera vez en sus vidas.

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