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Serafín Fanjul

Fascistas

Descuidan un aspecto: el desgaste semántico de las palabras. Y si una se emplea hasta el aburrimiento, en cualquier situación, con o sin motivo, dedicada a Juana o a su hermana, termina perdiendo su sentido, llegando a no significar nada.

Todos fascistas. Es decir, todos aquellos a quienes así decidan descalificar y denigrar los progres, tomando el término no como definición política sino como puro insulto. Lo sabemos bien: la más mínima discrepancia ideológica o política con la borreguil sociedad políticamente correcta condena al Averno del fascismo. Se trata de una simplificación cómoda y utilísima para no tener que explicar nada ni argumentar nada, dejando implícitamente sentada con nitidez la pureza y justicia inmaculada del tonante juez.

Ya en las postrimerías del franquismo empezó a correr el uso del vocablo resumiendo el descontento, la impotencia o la protesta que el mecanismo represor y burocrático del régimen generaba entre una parte de la población española que se iba distanciando más y más del mismo, de forma paradójica en la medida en que aquel se abría y aflojaba los mecanismos de control. El fenómeno tenía lógica porque los españoles –o muchos– cada vez eran más conscientes de los aspectos de la situación que no les gustaban o de los que discrepaban, aunque fuese en la salita de casa o bajando la voz en la taberna, porque más que eso no lo hacía casi nadie. Los cambios sociales vinieron con los económicos y a través del contacto con el exterior, pero ésa es otra historia.

La realidad es que ni siquiera en aquellos tiempos quedaban apenas "fascistas" verdaderos y los que sobrevivían carecían de fuerza real en el aparato del franquismo o se veían acorralados por los grupos económicos y por los franquistas que trajeron la transición, hasta dejarlos como especie en vías de extinción o jubilación forzosa por el mero devenir biológico. Y, por favor, no entremos, al menos en este artículo, a discutir si Falange era o no o en qué grado un movimiento fascista, porque nos perdemos, sólo recordaremos que el declive del falangismo y de los elementos filonazis comenzó con el desplazamiento de Hedilla y, luego, al producirse la sustitución de Serrano Súñer, cuando se vislumbró ya con claridad que Alemania podía perder la guerra. Y la caída ya no paró, acentuándose en el 59 con el primer gobierno del Opus.

El "fascismo" residual quedó circunscrito a gestos folklóricos como el saludo romano (que ya no hacía casi nadie), a la subsistencia de organizaciones fantasmagóricas como FET y de las JONS, la Sección Femenina o el SEU, aunque sus beneficiarios por arriba seguían hablando de "revolución pendiente" o se atornillaban al coche oficial en los sucesivos gobiernos, cambios y virajes y ahí los tienen a estas alturas: flotando siempre y participando en homenajes a Santiago Carrillo. Todo esto constituye la historia reciente de España y es bien conocido, aunque se recuerda poco, por haber escasos interesados en remover y aclarar tan turbias ciénagas.

Pero lo antedicho forma parte de un pasado ya lejano que, sin embargo, se agita por los progres en versión reducida, limitándolo a la palabra "fascista" y poco más. Si usted no se fuma el zurullo del cine español –así, tal cual, en bloque– es fascista; si se limita a reproducir alguno de los numerosísimos pasajes del Corán manifiestamente mejorables, es fascista; si opina que no es admisible reprimir la libertad de expresión en ningún punto del planeta, es fascista. Y no digamos si sucumbe a la ocurrencia de sacar a la calle una bandera de su país, emocionarse oyendo el himno nacional o alegrarse por cualquier triunfo deportivo, político o humano que obtengan españoles en el exterior.

En el capítulo de eventos culturales sólo se admiten los de Almodóvar y los Bardemes o similares. Al mismísimo Cela no le perdonaron jamás haber sido galardonado con el Nobel y murió con el remoquete de fascista; bloquearon –y con éxito– hasta la memoria de uno de los mejores, más creativos y originales escritores de nuestras lenguas, Álvaro Cunqueiro, con idéntica acusación; y hasta proponen demoler el Valle de los Caídos, o convertirlo en un tiovivo, por la misma causa, en vez de entender que, en lo bueno y en lo malo, es un testimonio del pasado y un monumento de gran belleza cuyo alcance político depende de la subjetividad del visitante y eso ya no hace daño a nadie.

Por más que siguen intentando lo contrario, la manifestación del último sábado ha servido, entre otras cosas, para arrasar el tabú de la bandera nacional. Todavía hace un par de noches, en Telemadrid, oía a una especie de sapo vociferante tratar de prohibirnos el uso, homenaje, exhibición y vanagloria de la enseña de nuestro país con un peregrino argumento: como es de todos, no puede sacarla nadie. Así queda relegada al cartón piedra de los actos oficiales, convenientemente escondida y –claro está– despreciada.

De tal guisa, ellos, los progres, no se ven en la obligación de sacar jamás una bandera a la que tanto odian y que tanto disgusta a sus compadres separatistas; y, por otro lado, se neutraliza, al ocultarla, el efecto de arrastre que propicia el símbolo número uno de nuestra comunidad española. O dicho en palabras de plata: la mayoría de los españoles deben permanecer, por decisión del Prisoe y de su pulpo mediático, huérfanos de símbolos nacionales. Mientras se liquidan los recuerdos históricos de nuestra nación, se reducen a la nada las referencias concretas del presente. De suerte que no quede espacio para el "fascismo", sólo para sumisos votantes o avispados politiqueros que trepen en el interior de los partidos. Tienen las cosas muy claras: a diferencia de las demás naciones, los españoles debemos carecer de referentes, de nexos de unión entre nosotros y de cualquier móvil de solidaridad distinto de las ballenas.

Descuidan un aspecto: el desgaste semántico de las palabras. Y si una se emplea hasta el aburrimiento, en cualquier situación, con o sin motivo, dedicada a Juana o a su hermana, termina perdiendo su sentido, llegando a no significar nada. Así pues, si es un gesto fascista defender la libertad y la igualdad básica entre españoles y proclamarse, sin complejos de inferioridad ni superioridad, lo que somos, españoles, pues bueno, que digan cuanto quieran: su propia estupidez ha acabado con sus mitos. Gracias a Dios. Y gracias a quienes hace unos años arrostraban las miradas extrañadas o conmiserativas de los asistentes a manifestaciones (por Miguel Ángel Blanco, o el 12 de marzo de 2004) que veían con asombro cómo aquellos poquísimos locos "fascistas" se pasaban el miedo a la imagen por salva sea la parte, metiendo el dedo en el ojo al progre pensamiento único, a la cretinez y cobardía que durante tantos años nos ha paralizado.

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