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José Antonio Martínez-Abarca

El cambio climáxtico

Cuánta razón tenía, estando completamente borracho de chinchón, el dramaturgo Fernando Arrabal, en aquel mítico programa de Fernando Sánchez Dragó de hace veinte años: "el milenarismo va a llegaaaar..."

En la lejana época del Imperio Romano, el protocolo de Kioto todavía no era aceptado como revelación postleninista por los programas medioambientales del corazón y el ex vicepresidente de los Estados Unidos Al Gore, el autor del interesante documental de parapsicología Una verdad incómoda, aún jugaba a los multimillonarios en el vientre de su tatara-tatarabuela sin pensar en hacerse un oficiante de la misa mediática.

Sin embargo, queda demostrado por los anillos de los árboles, las anfractuosidades tectónicas y otros vestigios que en ese tiempo había un calentamiento global, es decir, un calentamiento laminar, ya que, como se sabe, por entonces el mundo era plano, convirtiéndose luego por extraños motivos en redondo. "Ajájá, todo encaja: por eso los romanos iban ligeritos de ropa", dirá al saber esto alguno de esos "expertos climáticos", nuevos archimandritas de la progresía, que echan las cartas al cielo y cobran por hacer estudios como la línea 906 cobra de las llamadas. Sí, señores expertos climáticos, por eso los romanos iban ligeritos de ropa.

Luego, en la baja Edad Media, se produjo en Europa nada menos que una pequeña glaciación, que la gente de la época, tan sentenciosa, definía como que los lobos habían bajado con el perpetuo invierno de las montañas para vaciar de niños las cunas. Contra lo que se pudiese pensar, en la baja Edad Media el protocolo de Kioto aún seguía en fase de discusión previa en comisión, las centrales nucleares sólo estaban empezando a ser consideradas por los de la lucha final como un peligro para la dependencia del petróleo del primer mundo y que, por tanto, había que combatir como fuera tras una tapadera de flores y pajarillos, y los combustibles fósiles como la turba aún no habían conocido su mayor éxito: crear la proverbial y ya desaparecida, ay, niebla londinense.

Entre medias de todas esas amenazas para la verdad oficiosa, pasaban cosas bien raras: en verano hacía calor y en invierno más bien tiraba hacia frío, más o menos como ahora, que como se sabe estamos en lo peor de lo peor (tan lo peor que los nuevos profetas en los programas de marujas les parece poco eso de afirmar que es una "verdad absoluta" que España, en treinta años, estará por debajo del nivel del mar, con lo que también predicen que un meteorito impactará sobre la tierra en el 2036 para terminar con el último incrédulo que pudiese quedar).

Los tsunamis ya por entonces, hace cientos de años, se fabricaban contra los pobres. Y no sólo los tsunamis: islas enteras de los mares del sur explotaban sin aviso previo por la misma conspiración de las grandes corporaciones de siempre, aunque Al Gore se lo perdiera por estar en ese momento en una cena de gala.

Y así, degenerando, degenerando, es como hemos llegado a la preocupante situación climática actual ("climáxtica", escribiría el académico Juan Luis Cebrián, padrino de la olvidada voz "clítorix", en un concienciado editorial enEl Paíspara dar la voz de alarma): en primavera resulta que llueve, los almendros florecieron en febrero, las golondrinas llegarán mañana por la mañana, las cerezas pasado mañana y al otro los nísperos y la castañera de la esquina en noviembre; este verano hará seguramente calor, y más en el sur, y el mediterráneo sufrirá una espectacular subida de una micromilésima de pata de mosca debido a la alta concentración de gordas venidas al olor de la especulación urbanística, todas a la vez tomando baños de asiento. Y todo es culpa, naturalmente, de los Estados Unidos, incluido lo de la castañera.

Cuánta razón tenía, estando completamente borracho de chinchón, el dramaturgo Fernando Arrabal, en aquel mítico programa de Fernando Sánchez Dragó de hace veinte años: "elmilenarismova a llegaaaar..." Con algo de retraso, pero ya lo tenemos aquí. Qué miedo.

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