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Juan Carlos Girauta

Rodríguez o el auge de lo peor

La gran epidemia sectaria fue cosa de Rodríguez, a quien la historia señalará, que no se engañe, como autor de un grave atentado contra la salud democrática. Usó, sabido es, el Prestige e Irak, el Tinell y Perpiñán. Usó oscuramente el 11-M.

Antes de la ira zapaterina, la calidad democrática de nuestro sistema era notablemente superior. Puede que no lo recuerden, todos estamos afectados de inmediatez. El hecho es que convirtieron a un partido que había gobernado trece años en una red profesional de agitación, sin hacer ascos a los negocios. Su versatilidad es innegable: tan pronto se morrean con la ETA como miran de hacerse con un banco.

Las mutaciones que siguieron a la salida de González despertaron a familias políticas durmientes, pero la catarsis post corrupción y post crimen nunca llegó. Grupos de intereses que movieron sus fichas: en eso consistió la esperada transformación del alicaído socialismo español de final del siglo XX. Recordará el lector el desconcierto de aquellas primarias rechazadas por Prisa, con el súbito ascenso y más súbita caída de Borrell; o la etapa Almunia, aquel líder investido de fracaso; o el modo en que Rodríguez, dañina nulidad, aprovechó el horror al vacío y puso en juego su absoluta falta de realismo acerca de sus propias capacidades para alzarse a hombros de Maragall y los balbases y sacar a Bono de la pista.

Antes de que descubriéramos el verdadero rostro de Rodríguez llegaban elecciones, las que fueran, y el PP podía desarrollar su actividad sin persecuciones, amenazas y asedios de partidos supuestamente democráticos. Estaban, claro, las conocidas zonas de excepción democrática donde la Constitución del 78 aún está por estrenar. Por cierto, no vaya a ser que fenezca sin que la caten los vascos.

La mayoría absoluta de Aznar y, sobre todo, el tremendo contraste de resultados en la gestión de los intereses generales imponían respeto al común de las gentes, inmunes aún en gran parte de España a la alergia. Al polen envenenado que ya esparcían por vocación y por naturaleza las flores del mal nacionalista.

La gran epidemia sectaria fue cosa de Rodríguez, a quien la historia señalará, que no se engañe, como autor de un grave atentado contra la salud democrática. Usó, sabido es, el Prestige e Irak, el Tinell y Perpiñán. Usó oscuramente el 11-M. Usó los más demagógicos resortes: de la cursilería mariprogre a las injustas cuotas; de las histéricas alarmas ambientalistas (en las que no creen los científicos libres de hipotecas) a un antiamericanismo burdo que nos alineó con Castro y el gorila rojo; de las suicidas regularizaciones masivas a la Alianza de Civilizaciones, de marchamo iraní. Usó la "memoria histórica" e identificó al PP con el franquismo, el golpismo y la derecha extrema.

Suya es la culpa si hoy no hay manera de profundizar en las materias que atañen a las elecciones autonómicas y locales. ¿Dos Españas? Sí, una que intenta hablar de gestión y otra que se divierte con los garrotazos de Bermejo.

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