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Thomas Sowell

La arrogancia de la izquierda

Las élites tienden a sobreestimar la importancia del hecho de que individualmente disponen de más conocimiento que el resto de la población; y subestiman que su conocimiento total está muy por debajo del que poseen, sumados, todos los demás.

Durante siglos ha sido una costumbre que distintas personas lleguen a conclusiones radicalmente distintas sobre un amplio abanico de asuntos. Muchos han intentado explicar estas diferencias por los distintos intereses económicos de cada uno. Otros, como John Maynard Keynes, han argumentado que las ideas –incluso las intelectualmente desacreditadas en las que los líderes políticos aún creen– triunfan sobre los intereses económicos.

Mi propia opinión es que las diferencias en los supuestos fundamentales que subyacen a las ideas juegan un papel clave a la hora de determinar cómo discrepan las personas en las políticas, principios o ideologías que apoyan. Si usted parte de la creencia en que la persona más inteligente de la Tierra no llega siquiera a poseer el 1% del conocimiento total sobre la Tierra, resulta imposible que apoye la ingeniería social, la planificación económica centralizada, el activismo judicial y muchas otras ambiciosas propuestas de la izquierda.

Si uno no tiene siquiera el 1% del conocimiento actualmente disponible, sin contar las enormes cantidades de conocimientos aún por descubrir, la imposición desde la cima de los caprichos preferidos por una élite convencida de la superioridad de su propio conocimiento y virtud es la fórmula del desastre.

En ocasiones, el desastre es económico, como lo fue  la planificación centralizada en tantos países del mundo que incluso la mayor parte de los gobiernos dirigidos por socialistas y comunistas comenzaron a liberalizar sus mercados hacia finales del siglo XX. Fue entonces cuando las economías de China y la India, por ejemplo, comenzaron a tener índices de crecimiento cada vez más rápidos.

Pero los desastres económicos, importantes como son, no han sido la peor de las consecuencias de las acciones de aquellos que, teniendo menos del 1% del conocimiento existente en el mundo, han impuesto las ideas predominantes en círculos elitistas a aquellos a quienes tenían en su poder, es decir, a las personas que juntas disponían del 99% restante del conocimiento. Millones de seres humanos fallecieron de hambre, y de enfermedades relacionadas con la malnutrición severa cuando las ideas económicas de Stalin en la Unión Soviética y de Mao en China fueron infligidas a la población que vivía y moría bajo su férreo gobierno. En ambos casos, las muertes superaron a las provocadas por el genocidio de Hitler, que también fue la consecuencia de suposiciones ignorantes por parte de aquellos que disponían de un poder totalitario.

Muchos a la izquierda podrán protestar argumentando que ellos no creen en las ideas o los sistemas políticos que funcionaron bajo Hitler, Stalin o Mao. Sin duda eso es cierto. Pero lo que comparte toda la izquierda, hasta en países democráticos, es la noción de que las personas virtuosas y sabias como ellos mismos tienen tanto el derecho como el deber de utilizar el poder del Estado para imponer su superior conocimiento y virtud a los demás. Puede que no impongan sus supuestos de golpe, como hicieron los totalitarios, pero van introduciendo poco a poco innumerables restricciones, que van desde regulaciones económicas y las propias del "Estado niñera" hasta las leyes contra el "discurso del odio".

Si nadie tiene nunca ni siquiera el 1% de todo el conocimiento de una nación, entonces es crucial que al 99% restante –fraccionado en cantidades pequeñas e individualmente insignificantes entre la población en su conjunto– se le permita ser empleado con libertad a la hora de llegar a acuerdos mutuos entre los integrantes de la sociedad.

Estas innumerables interacciones recíprocas no sólo son lo que pone en juego el 99% del conocimiento restante, sino lo que permite generar conocimiento nuevo. Es el motivo por el que son tan importantes el libre mercado, la independencia judicial y la confianza en las decisiones y tradiciones derivadas de la experiencia de muchos, en lugar del pensamiento de grupo de una élite formada por unos pocos.

Las élites tienden a sobreestimar la importancia del hecho de que individualmente disponen de más conocimiento que el resto de la población; y subestiman que su conocimiento total está muy por debajo del que poseen, sumados, todos los demás. Sobrestiman lo que puede saberse con antelación en sus exclusivos círculos y subestiman lo que se descubre en el proceso de por el que millones de personas normales y corrientes llegan a acuerdos mutuos. La planificación central, el activismo judicial y el Estado niñera parten del supuesto de que sus promotores disponen de mucho más conocimiento que el que ninguna élite ha tenido jamás.

La ignorancia de gente con doctorados sigue siendo ignorancia y los prejuicios de élites educadas siguen siendo prejuicios; que aquellos con el 1% del conocimiento total de una sociedad estén dando órdenes a quienes disponen del 99% restante sigue siendo algo absurdo.

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