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Cristina Losada

De brazos caídos ante la violencia

La impunidad de que gozan los apaleadores de candidatos, los asaltantes de sedes, no es fruto de la casualidad ni de la negligencia. Hay quien piensa que una dosis de violencia política resulta útil para desanimar al adversario.

En los primeros años de la democracia se decía aquello de "condenamos la violencia venga de donde venga". Solía pronunciarlo gente de izquierdas que no deseaba condenar el terrorismo sin paliativos. Y que lo había justificado, seguramente, hasta poco antes. Desaparecida la dictadura, no había clavo del que colgar la comprensión. Por no aceptar la evidencia, se buscaba una escapatoria en ese "otro lado" de donde pudiera haber venido o venir también la violencia, representado por los residuos del régimen franquista. Cuando éstos dejaron de existir, se acabó el cuento. Tal vez por ello dejó de utilizarse la frasecita. No perecería, en cambio, el ánimo escurrebultos que expresaba. Todavía sigue haciendo estragos.

La violencia política ha de condenarse con sus señas de identidad incluidas. Y hace tiempo que el grueso de ella sólo viene de "un lado". Pero la izquierda establecida y acomodada, ergo la dirección del PSOE, ya no formula siquiera aquella condena coja, lastrada entonces por un pasado de té y simpatía con la "lucha armada" y por la perenne convicción de que el sistema siempre es ilegítimo y provocador cuando no lo gobiernan los ungidos. De la violencia que iba a irrumpir de la extrema derecha, cuyo auge vaticinaban no ha mucho con voces tremebundas los círculos de poder zapaterino y sus medios a medias, de momento, nada se sabe. Habrá que preguntar chez Polanco.

Desde el Prestige hasta el 14-M, el partido de Zapatero no se molestó en tirar de hipocresía para deslegitimar las violencias que entonces se practicaron, bien con su respaldo, bien sin él. Puesto en el trance de pronunciarse salió con que había que entender la indignación de la gente. Un dislate similar al que sirvió de palangana a los próceres de la República para lavarse las manos ante el incendio de iglesias del 31 y los desmanes in crescendo que jalonaron su periplo. Del Zapatero que justificaba los acosos y agresiones que culminaron en los tres días de marzo de 2004 llegamos así, por la espiral predecible, al Zapatero presidente que ha conseguido avivar el fuego de la violencia política en el País Vasco y extender la llama a otros lugares. Todo ello con el discurso de la paz: dejemos en paz a los que la violentan.

La campaña electoral está dibujando el mapa. Allí donde hay nacionalismo, se hace fuerte el matonismo. Y donde no lo hay, como en Madrid, surge también. Intimidaciones, agresiones, asaltos, coacciones a manifestantes pacíficos, compiten por las portadas de los informativos. Menos los de TVE, claro, que han de preservar la ficción de que aquí paz y después gloria. Al que manda. Las diferencias son de grado. Hay nazis profesionales, como los proetarras, con pistoleros detrás; nazis con ganas de aprender; nazis de imitación. En Galicia empieza a soltar sus embriones el huevo de la serpiente. Nadie lo impide. Nadie les molesta. Nadie les persigue. Ha habido una detención en el País Vasco. Una sola. La impunidad de que gozan los apaleadores de candidatos, los reventadores de mítines y actos, los asaltantes de sedes, no es fruto de la casualidad ni de la negligencia. Hay quien piensa que una dosis de violencia política resulta útil para desanimar al adversario. Para que las víctimas de las agresiones aparezcan como provocadoras a los ojos de un público que no quiere líos. Mensaje uno: si no salieran a la calle, no se meterían con ellos. Mensaje dos: si no existieran, no habría problemas. Esta política de brazos caídos ante la violencia forma parte de la estrategia de liquidación del oponente.

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