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Mark Steyn

Ser ilegal es ahora perfectamente legal

Se puede declarar que "ilegal" ahora significa "legal" con cierta facilidad; dictaminar por ley que "incompetente" ahora significa "competente" es mucho más complicado.

¿Es usted un miembro distinguido y honrado de la comunidad indocumentada norteamericana? Es decir, ¿es usted, si me disculpa la expresión, un inmigrante ilegal? Si es así, ¡enhorabuena! ¡Ser ilegal es ahora perfectamente legal! ¡Simplemente por ser uno de los aproximadamente 12 millones de personas que no deberían estar aquí, ahora puede quedarse aquí indefinidamente! Si usted vivía y trabajaba ilegalmente en Estados Unidos antes del 1 de enero de 2007, ahora tiene derecho a uno de los nuevos visados "a prueba" Z-1. Y sus padres y pareja tienen derecho a uno de los nuevos visados Z-2, y sus hijos a los nuevos visados Z-3.

No tema: no se trata de una "amnistía". Todos los políticos estadounidenses se oponen a la amnistía; si no al concepto, al menos a la palabra. Es el motivo por el que el visado comienza con la letra más alejada de aquella con la que comienza "amnistía". La "Z" es por traizión... no, espere, rendizión o zapatista, o alguna otra palabra al otro lado del alfabeto. Pero la idea es, de un golpe no habrá más inmigrantes ilegales. Porque ser ilegal significa que usted es ahora perfectamente legal.

A menos, por supuesto, que llegase a Estados Unidos después del 1 de enero de 2007 y, por tanto, no quede amparado por la "zamnistía". Pero, en ese caso, ¿por qué no solicitar el Z-1 de todos modos? Después de todo, usted está aquí ilegalmente, de modo que ¿por qué iban a saber las autoridades de inmigración cuándo llegó? Especialmente cuando tienen 12, 15, 20 millones de solicitudes urgentes amontonadas que debían haber sido atendidas hace años. Evidentemente, no van a hacer un montón de comprobaciones profundas y exhaustivas, especialmente cuando el visado en cuestión tiene como único requisito según la ley norteamericana el que usted violara la ley norteamericana al entrar al país.

Ya que estamos, cuando hablo de "llegar a Estados Unidos", si usted está de visita en Toronto este fin de semana procedente de Yemen o Bielorrusia, que no le disuada el pequeño problema de que técnicamente Canadá no esté en Estados Unidos. ¿Qué le impide darse un paseo hasta Buffalo y solicitar también el viejo Z-1? Después de todo, no es demasiado exagerado calificar a todo habitante del planeta como un Z-1 en potencia. Siendo esto Estados Unidos, muy pronto –un veredicto aquí, un fallo allá–  todo distrito escolar, hospital y asistente social estarán obligados a tratar a todo aquel que aparezca por la puerta como si fuera un Z-1.

En cuanto a la idea de que descargar una población de la dimensión de cuatro naciones de la Unión Europea de tamaño medio en las espaldas de la artrítica burocracia de "la inmigración legal" de Estados Unidos (por favor, nada de risitas al fondo de la sala; aparentemente, aún existe tal cosa) conducirá a una aplicación más dura de la ley y un escrutinio más riguroso y otro montón de cosas que suenan muy intimidatorios; bien, si ese fuera el caso, nunca  hubiera existido ningún problema de inmigración ilegal con el que ahora tuviéramos que lidiar. Se puede declarar que "ilegal" ahora significa "legal" con cierta facilidad; dictaminar por ley que "incompetente" ahora significa "competente" es mucho más complicado.

Pero, como dijo John McCain, "así es el proceso legislativo"; en el sentido de que es un pozo sin fondo redactado descuidadamente de consecuencias imprevisibles a una escala potencialmente cósmica cuyas radicales "reformas" exigirán inevitablemente reformas de las reformas aún más radicales en cuestión de un año o dos, acierta de lleno. Además, como dice el senador McCain, "así es el consenso".

No soy un entusiasta del consenso por sí mismo. La norteamericana es una cultura política muy dividida en la que el consenso brilla por su ausencia en todo lo demás, empezando por la guerra y la seguridad nacional. De modo que, cuando la clase política se pasa a modo consenso, ya huele raro sólo por eso. Cuando encima se pone en modo consenso en un punto en el que cuenta con la completa oposición de la opinión pública, ya deja de parecer consenso y asemejarse a la miopía de un Estado de partido único totalmente alejado de los ciudadanos.

Estados Unidos no es Europa, que está siendo transformada por una población musulmana en rápido crecimiento profundamente apartada de la sociedad en general. No obstante, los cambios demográficos rápidos siempre suponen un enorme desafío. El año pasado, John Derbyshire, del National Review, observó las estadísticas de matriculación de su distrito escolar en el Long Island suburbano, 2200 kilómetros al norte de la frontera:

  • Instituto de secundaria: 17% hispano.
  • Escuela intermedia: 28% hispano.
  • Escuela primaria: 31% hispano.

Esas cifras habrían dejado atónito a cualquier superintendente escolar de Long Island hace cuarenta años. Las cifras de Derbyshire sugieren que, en algún momento no muy lejano, toda junta escolar de Estados Unidos se verá obligada a tener en cuenta la idea de programas educativos bilingües y presupuestos cada vez más amplios para educación especial, convirtiendo uno de los sistemas educativos más caros y con peores notas por alumno, en algo cada vez más caro y cada vez menos educativo.

En algún momento, valdrá la pena intentar subirse a los escombros de los Z-1 de 2007, la amnistía de 1986 y la ley de inmigración de 1965 y volver a lo más básico: ¿para qué sirve la inmigración? En el mundo occidental moderno, cuestionar la inmigración hasta en el modo más cauto es arriesgarse a ser demonizado como racista. A la mayor parte de nosotros nos gusta vernos como gente agradable y, por tanto, plantear siquiera el asunto de la inmigración –hasta de la inmigración ilegal– no parece tanto un ataque contra distantes extranjeros como contra nuestra propia imagen. Aun así, cualquiera que sean las virtudes de la inmigración para la sociedad anfitriona, depender de ella es señal de una profunda debilidad estructural; una vez que nos hallamos dado suficientes abrazos a nosotros mismos celebrando la diversidad, esa debilidad tiene que entenderse como tal. La premisa oculta detrás de esta ley es que el orden socioeconómico de Estados Unidos ha pasado a depender tanto del gigantesco estado en la sombra de los inmigrantes ilegales que no lo pueden desmantelar, sino solamente legitimarlo y, de ese modo, expandirlo. Si eso es cierto, ese es un defecto estructural básico que debería ser tratado con honestidad.

Entretanto, la reticencia de Washington a que se le vea controlar sus propias fronteras es muy sorprendente. Desde el francotirador de Washington al 11 de Septiembre, el asunto de la inmigración ilegal lleva más de un lustro incluyendo un claro componente de seguridad nacional. Presentarlo sólo desde el ángulo de "los trabajos que los norteamericanos no hacen" resulta reduccionista en extremo. Los economistas podrán ver la enorme avalancha humana como un ejército de los tan necesarios granjeros, fontaneros, camareras de hotel y enfermeras, pero asumir que todo el mundo se ve a sí mismo principalmente como una entidad económica es complaciente y, después del 11 de Septiembre, profundamente iluso. Las prisas con que la clase política ha capitulado en lo que se refiere a la integridad de nuestras fronteras nacionales envía un mensaje al resto del mundo sobre la falta de voluntad norteamericana tan importante como su urgencia por capitular en Irak.

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