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EDITORIAL

Elecciones y democracia

Cualquier reforma pasa necesariamente por un reforzamiento de la gobernabilidad, lo que exige primar al más votado sobre las fuerzas políticas testimoniales

Lo ocurrido ayer en cientos de municipios de toda España resulta descorazonador. En primer lugar, hay que destacar los incidentes protagonizados por los proetarras, calificados cínicamente por el Gobierno de "aislados". La violencia ha sido escasa, pero sin embargo ha estado concentrada en el País Vasco y Navarra, regiones que el entorno de ETA sueña convertir en un país sin ley.

En segundo lugar, el hecho de que partidos con programas incompatibles compartan el poder en muchas ciudades de España es altamente preocupante, sobre todo si tenemos en cuenta que estos pactos se han logrado con el único fin de apartar del poder a la lista más votada. Este fenómeno evidencia las disfunciones del sistema proporcional en cuanto a su capacidad para producir representatividad democrática y fomentar la responsabilidad de los electos. La suposición de que la proporcionalidad evita distorsiones que desvirtúan la voluntad general queda desmentida en cada localidad o Comunidad Autónoma donde formaciones que no llegan al 10% de los votos poseen de hecho un poder de veto sobre todas las decisiones. En algunos casos, estos partidos llegan al punto de gestionar de forma directa la mitad del presupuesto de la institución. Además, la ausencia de pactos pre electorales sume a los votantes en la impotencia y la incertidumbre.

Los críticos del sistema electoral vigente suelen proponer dos tipos de reformas cuyos beneficios exceden sus desventajas. La primera es la elección directa de alcaldes, bien por mayoría simple o por mayoría absoluta en una segunda vuelta disputada entre los candidatos más votados en la primera. Esta solución colocaría a los alcaldes en una posición de mayor fortaleza frente a los chantajes de algunas minorías. Sin embargo, la doble legitimidad –la del alcalde por una parte y la de los concejales elegidos por otra– ocasionaría conflictos y bloqueos si la adscripción o programa de gobierno del presidente de la corporación municipal no coincidiera con los de la mayoría del consistorio.

Otra solución pasa por asignar a la lista más votada un número fijo de representantes. El resto se repartiría de forma proporcional entre todas, incluida por supuesto la ganadora, lo que evitaría que ésta se quedase a uno o dos concejales o escaños de la mayoría y fuera víctima de pactos multitudinarios en su contra. Sin embargo, esta opción conllevaría la práctica desaparición de algunos partidos pequeños en ciertas comunidades autónomas. Serían los casos de Izquierda Unida en al menos la mitad de España y de diversos partidos regionalistas y nacionalistas en algunas provincias.

Una reforma adicional consiste en la reducción del número de representantes, que suele producir un sesgo a favor de la lista más votada al encarecer la obtención de representantes por parte de las formaciones políticas más minoritarias.

En cualquier caso, lo cierto es que el sistema electoral español actual deja mucho que desear a la hora de cumplir las dos funciones de las elecciones: gobernabilidad y representatividad. La primera queda mermada por el chantaje de las micro minorías; la segunda es una consecuencia directa de lo anterior. Por tanto, cualquier reforma pasa necesariamente por un reforzamiento de la gobernabilidad, lo que exige primar al más votados sobre las fuerzas políticas testimoniales. ¿Comprenderá el Partido Socialista que lo que hoy le beneficia podría volverse en su contra? ¿Se atreverá el Partido Popular a asumir las propuestas de cambio que sus líderes susurran en la intimidad o publican en libros y artículos de opinión?

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