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Las víctimas del eco-barrio de Gallardón no se dan por vencidas

Lo que Gallardón quiere desalojar para levantar su eco-barrio es una colonia de viviendas sociales abandonadas por el ayuntamiento desde hace años, Aún así, muchos de sus vecinos se niegan a abandonarlas. 

A sólo una manzana de la Asamblea de Madrid el barrio de Vallecas se revela tal cual fue en tiempos no tan lejanos, antes de las urbanizaciones de ladrillo visto cerradas a cal y canto, videotelefonillo, piscina y pádel. Es un Madrid que desaparece poco a poco, ese Madrid ya irremediablemente degradado de edificios sin ascensor donde las señoras subían esforzadamente el carro de la compra y los vecinos hablaban a voces de balcón a balcón.

La colonia que delimitan las calles del puerto de la Bonaigua, Martínez de la Riva y la avenida de San Diego es un reducto de aquel Vallecas obrero de olla de barro de hace medio siglo. Los edificios de la colonia, levantados en los años 50 son humildes casonas de tres alturas que albergan pisos minúsculos, de apenas 35 metros cuadrados sin balcón ni terraza. Los hizo el Estado para que gente sin recursos pero honrada pudiese, año a año, pagando un pequeño alquiler, convertirse en propietarios.

Y así, en su menestral anonimato, vivían los vecinos de esta pequeña colonia hasta que, en los años noventa, los políticos regionales se llevaron el parlamento autonómico a la puerta de sus casas. Todo el barrio cambió. Se demolieron casas bajas, se reordenaron las calles, se pusieron fuentes, se abrieron parques y se levantaron fincas de ladrillo con balconcillos blancos para que la clase media urbana afluyese al barrio. La guinda del pastel fue el centro comercial Madrid Sur, construido justo enfrente de la Asamblea.

La colonia quedaba, pues, como un relicto de otros tiempos, necesariamente más infelices. Por esa razón el ayuntamiento lleva 20 años intentando acabar con él. Juan Manuel, que es algo así como el portavoz del próximo edificio sobre el que va a caer la piqueta, me cuenta todo esto insistiendo en que él y su familia llevan desde 1978 viviendo aquí. “Mira, yo vivo en esta casa desde hace 31 años, desde el 78. He pagado religiosamente todos los meses de alquiler hasta que nos dejaron de pasar el recibo”.

Las casas, totalmente abandonadas a su suerte, no está claro a quien pertenecen. Los vecinos aseguran que a ellos; pero, en la práctica, parece que el ayuntamiento dispone de la propiedad plena porque acaba de avisarles para que abandonen, de grado o por la fuerza, un edificio que va a ser demolido tan pronto como se quede vacío.

“Están tirando todos los edificios desde hace mucho, ese de ahí lo echaron abajo hace dos semanas… y hay máquinas aún sacando escombro” me revela el camarero de una cafetería donde un grupo de gitanos de negro riguroso y barba de dos días se toma el café antes de salir para un entierro. El paisaje urbano al otro lado del ventanal es lamentable. Las demoliciones recientes han dejado lo que un día fue el jardín comunitario como una zona de guerra. Cascotes, pozos al descubierto y barro, mucho barro que, según me cuentan, se transforma en polvo en cuanto deja de llover.

“Casi prefiero el barro”, dice una mujer gitana con un bebé en brazos, “con el polvo se pone todo perdido y al niño le entra la bronquitis”. “¿Qué tiempo tiene el niño?”, le pregunto, “diez meses y mira lo rico que está” me contesta orgullosa la madre, que difícilmente supera los veinte años. “Nos van a echar con la criatura y no tenemos ni trabajo ni nada”. De los pocos vecinos que quedan en la finca, –siete en total– la mayor parte son gitanos, familias jóvenes que dicen ser propietarias de las casas.

“Si no me haces fotos ni dices como me llamo te cuento lo que ha pasado aquí” me dice una mujer de unos 60 años, pelo blanco y empleada de limpieza. “Aquí todos éramos payos, sabes, pero hace ya muchos años empezaron a entrar gitanos para ver si así nos echaban”, “de modo que los gitanos son okupas ilegales”, replico, “no, no entraron a patada, les dejaron entrar, pero no sé yo quien, a lo mejor el ayuntamiento para que nos largásemos, pero conmigo van listos porque yo nací aquí, en Vallecas, cuando todo esto era campo y no me pienso ir”.

Los gitanos son más reacios a hablar, desconfían y uno, grandón y desinhibido, me pide de un grito desde el tercer piso que diga a los políticos que le den una casa. Subo, y allí, junto a la barandilla del pasillo al aire libre, una mujer me describe con todo detalle las humedades del techo, “y nadie me lo arregla”. El estado de la finca es lamentable. Toda la fachada está, literalmente, que se cae a pedazos y no hay ya hueco para más pintadas, casi todas, eso sí, reivindicativas.

“A ver, muchos ya se han ido engañados, porque se los llevan a freír puñetas de aquí y además tienen que pagar”, insiste Juan Manuel, “les han dicho que las casas no son suyas a pesar de que llevan toda la vida pagándolas y han cogido lo del realojo pensando que no tenían nada… y sí que lo tenían, estos (políticos) hacen lo que les da la gana con los pobres, porque no nos quejamos.”

Cuando un vecino se acoge al plan municipal de realojo, los técnicos del ayuntamiento entran en la casa, tapian la puerta y las ventanas e inutilizan todo el sistema de saneamiento. “Así ya no vuelven a ocuparlo” dice Juan Manuel, “pero es que llevan la tira intentando que no se venga la gente, desde hace 15 años lo menos, hasta han puesto guardias jurados para que no se meta nadie”.

Los guardias, que tienen un pequeño cuarto en la planta baja ni están ni se les espera. “Vienen, echan un vistazo y se vuelven a ir”. El edificio, aunque en mal estado por fuera, “está perfectamente por dentro, no amenaza ruina, y tengo un informe de un arquitecto que lo demuestra, mira, mira, con sello y todo” asegura Juan Manuel golpeando con la mano derecha lo que parece ser una inspección técnica hecha en 1997.

Para que vea con mis propios ojos que no hay grietas dentro de las viviendas, Juan Manuel me invita a entrar en su casa, pero una inesperada sorpresa me espera en la puerta: dos perros de presa, uno negro y otro blanco, los dos con muy malas pulgas, salen gruñendo de la caja de cartón donde viven. “No hacen nada” me dice desde lejos, y es posible que no se lo hagan a su amo. Yo, por si acaso, no me acerco.

Un perro de estas características es uno de los mejores antirrobos del mundo, y llegado el caso, podría ser un medio de, sino evitar, si envenenar bastante el desalojo. “O me dan lo que vale esta casa o no me voy de aquí, llevo pagando muchos años y es mía”. En medio de aquella miseria y aquel caos aparece, dando una nota discordante, un abogado acompañado de un notario. “Viene a dar fe que las casas son nuestras para que el alcalde no nos pueda echar”, dice un vecino convencido que los derechos de propiedad son sagrados.

Quizá, en este rincón de Madrid el derecho de propiedad no sea tan intocable como suponen los que lo apelan. A media mañana, la policía municipal acompañando a un funcionario de lo mismo han hecho una visita de cortesía para avisar, vecino por vecino, que o ahuecan por las buenas o se les sacará por las malas. Si la Justicia no lo impide, tienen una semana.  

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