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El día que se suicidó Urtain

Campeón de boxeo, juguete roto… Se arrojó al vacío desde la terraza de un décimo piso, situado en la calle de Arturo Soria.

Campeón de boxeo, juguete roto… Se arrojó al vacío desde la terraza de un décimo piso, situado en la calle de Arturo Soria.
José Manuel Ibar Azpiazu, 'Urtain' | Cordon Press

Veintiuno de julio de 1992. El que fuera campeón de Europa de los pesos pesados, José Manuel Ibar Azpiazu, conocido como Urtain, se arrojó al vacío desde la terraza de un décimo piso, situado en la madrileña calle de Arturo Soria. ¿Qué le había llevado al suicidio? Quien ganara una inmensa popularidad, amén de aceptables bolsas de dinero en sus sesenta y ocho combates, de los que cincuenta y tres fueron victorias, decidió quitarse la vida tras verse perseguido por sus acreedores, sin hallar ayuda económica para iniciar un nuevo negocio, y además, abandonado por su mujer. Urtain fue en la década de los 70 un auténtico ídolo en toda España, a pesar de que lo acusaban de amañar sus peleas. En todo caso, las manipulaban otros. Como me dijo un día el crítico que más sabía del deporte de las doce cuerdas, Fernando Vadillo: "Para que haya verdadero tongo, uno de los púgiles debe ignorarlo". Urtain era el nombre del caserío en el que vivía su familia y acabó siendo el mote por el que fue conocido.

Estaba cerca de Cestona. Este mocetón de extraordinaria fuerza llegó a levantar piedras de doscientos cincuenta kilos. Y una de ciento noventa y dos la elevó por encima de su cabeza ¡doscientas veces! Ganaba todos los concursos y una parte de las apuestas. También probó suerte como "aitzcolari", cortando troncos. En general, practicaba toda clase de deportes vascos. Amén de las labores del campo trabajó en una fragua y de albañil. Un buen amigo suyo, Isidro Echevarría, lo convenció para que se dedicara al boxeo. Casi "sin olerlo ni comerlo", como una aventura, sin vocación alguna, se calzó por vez primera los guantes el 14 de febrero de 1968, cuando se puso a las órdenes de su primer entrenador, dueño de un gimnasio en la barriada donostiarra de Amara. Se llamaba Almazor. Dos años después, el 3 de abril de 1970 se convertía en campeón europeo de los pesos pesados tras vencer a quien ostentaba el título, Peter Weiland. Era la época en la que lo llamaban El morrosko y El Tigre de Cestona. El fenómeno Urtain, ya por entonces con un prestigioso preparador, Renzo Casadei, parecía ser un nuevo Paulino Uzcudun, aquel legendario boxeador de Régil que triunfara varias décadas atrás en los Estados Unidos. Tiempos en los que José Manuel fue abandonando a su mujer, Cecilia Urbieta, con la que había contraído matrimonio en 1963.

Tuvieron tres hijos, separándose en 1975. Urtain se cegó con las luces de neón de la popularidad, del dinero digamos supuestamente fácil, de las amistades femeninas que de la noche a la mañana se acercaban al ídolo. Era un gran tímido, incapaz de cruzar dos palabras seguidas con una desconocida. Pero a él, mujeres despampanantes se le brindaban muchas noches, junto a supuestos amigos de vivir a su costa entre continuas francachelas, juergas, y camas redondas. Y el mito se fue desinflando, ya perdida la diadema europea de los pesados y cada vez peleando en veladas de menor importancia. Esos años de gloria apenas fueron diez, que Urtain vivió enloquecido, subido en una nube, manejando algún automóvil último modelo, con apartamentos de lujo, ropa cara, comidas y bebidas propias de un millonario. Hasta Manuel Summers lo contrató en 1969 como protagonista de una rara película, especie de comic filmado, "Urtain, el rey de la selva… o así".

Yo conocí al José Manuel Ibar de sus principios, cuando se entrenaba en un caserío de Lezo, antes de convertirse en un as del cuadrilátero. Y me pareció un tipo rudo, sin dobleces, que casi nada sabía de la vida salvo su diario acontecer entre las vacas de su terruño. Hablaba vasco y apenas farfullaba el castellano. Luego, siendo un ídolo del boxeo, no había cambiado en el fondo, pero daba la impresión de estar flotando, sin saber exactamente el rumbo de sus pasos. Y ya, juguete roto, fuera del ring, definitivamente con los pies en el suelo, me lo encontré en Castilleja de la Cuesta, a una decena de kilómetros de Sevilla, en un restaurante que puso a medias con su hermano Eusebio. Era el año 1989, había adelgazado, pesaba noventa y seis kilos y hacía una vida tranquila después de superar una grave enfermedad coronaria: "Tuve una dilatación del corazón por todo el deporte que practiqué… y por el otro", el del codo. Ya no bebía y a su lado, cuidándolo, tenía a María Luisa desde hacía trece años. Fueron padres de dos niños. En ese tiempo del crepúsculo de su popularidad, Urtain se sinceró así conmigo: "A mí nunca me gustó el boxeo. Soy consciente de que viví unos años tirando el dinero. Gané mucho, pero otros se llevaron más que yo, aprovechándose de mí. Llegué a tener como máximo en el banco tres millones y medio de pesetas. Cuando en Londres de 1970 puse el título en juego, que perdí ante Henry Cooper, me prometieron siete millones de pesetas de bolsa… y al final no me dieron ni un duro. Bueno, sí: un talón bancario, sin fondos. En el ajo de todo eso yo creo que estaba Branchini, el hombre que dirigía mi carrera". Sí, a Urtain, por muchos combates que ganara amañados, lo estafaron varias veces. Y terminó arruinado. Antes de despedirnos, me contó esta anécdota: "Una vez vino a saludarme a los vestuarios del Palacio de los Deportes, un señor que me dio muchos ánimos, tuteándome. Yo, hice otro tanto. Pero de pronto, un acompañante de aquél me echó en cara que le hablara así al para mí desconocido visitante. Al verme sin saber qué contestar, va y me dice: '¿Es que no sabes que estás hablando con don Luis Carrero Blanco, Presidente del Gobierno?'".

Gran persona, con un corazón de oro este ingenuo José Manuel Ibar, quien no supo esquivar, como en el ring, los golpes de la vida. Ya viviendo en Madrid, quería emprender la apertura de un restaurante, por cuenta propia. Lo acosaron sus acreedores. Su amigo y colega Pepe Legrá contaría que Urtain necesitaba tres millones de pesetas con urgencia y que ya nadie, de tantos "amigos" como antes lo rodeaban, quería saber de él. Ni siquiera María Luisa, que se cansó de estar a su lado. Y solo, como un guiñapo, quedó aquel 21 de julio de 1992 tendido en el suelo, sin vida. Tenía sólo cuarenta y nueve años y había sido un mito, aunque fugaz, del boxeo.

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