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Emilio Campmany

Los intentos de paz de 1917

Todos fracasaron porque las potencias de la Entente creyeron, con razón, que con la ayuda de los Estados Unidos podían ganar la guerra.

Todos fracasaron porque las potencias de la Entente creyeron, con razón, que con la ayuda de los Estados Unidos podían ganar la guerra.

A partir de la primavera de 1917, todos los beligerantes estaban exhaustos. La exasperación de la población civil sólo había llegado a transformarse en revolución en Rusia, pero los demás no se libraron de huelgas, manifestaciones, altercados y desórdenes. Austria-Hungría padeció una terrible huelga en mayo. Gran Bretaña estuvo sacudida por los paros, que implicaron a más de 200.000 trabajadores, durante toda la primavera. En París, durante los meses de mayo y junio, 100.000 trabajadores fueron a la huelga. Incluso Alemania sufrió una terrible durante el mes de abril. En agosto fue el turno de Italia, que padeció en Turín un conjunto de manifestaciones, huelgas y desórdenes que pusieron en jaque al régimen. L’ Union Sacrée, que es como se llamó en Francia al respaldo que los socialistas dieron a la guerra y que se repitió por toda Europa, se resquebrajó durante aquella primavera. Y lo hizo desde abajo, sorprendiendo a los mismos líderes socialistas. Por otra parte, habiendo triunfado la revolución en Rusia y deseando sus políticos una paz que no fuera humillante, se produjo desde Petrogrado un llamamiento a las fuerzas progresistas de todos los beligerantes para que impusieran a sus respectivos Gobiernos una paz sin anexiones ni indemnizaciones. Lo hicieron apelando desde el bolchevismo al internacionalismo socialista y a la supuesta evidencia de que aquella guerra era un conflicto entre las clases dirigentes de las distintas potencias en el que la clase obrera no tenía nada que ganar y mucho que perder. El llamamiento desde Petrogrado culminó en la Conferencia de Estocolmo, donde socialistas de toda Europa llamaron a una paz impuesta por el proletariado a la burguesía gobernante. No alcanzó su objetivo, pero marcó el fin de la unión sagrada que había mantenido unida la retaguardia civil de todos los beligerantes.

No obstante las presiones de los socialistas, lo cierto es que la situación era propicia a la búsqueda de un arreglo. En Austria, el emperador Francisco José había fallecido en noviembre de 1916 y había sido sucedido por su sobrino Carlos. El nuevo emperador adoptó dos líneas de gobierno. En el interior trató de dulcificar el Estado policial en el que se habían convertido Austria y Hungría con sus respectivos primeros ministros, Stürgkh y Tisza. Stürgkh fue asesinado en diciembre de 1916 y Tisza dimitió en junio de 1917. En el exterior, el nuevo emperador emprendió dos caminos llamados a converger: un acercamiento a las potencias occidentales de la Entente, para comprobar las posibilidades de alcanzar un acuerdo de paz, y otro en Berlín, dedicado a que los alemanes rebajaran sus objetivos de guerra de forma y manera que pudiera llegarse a un acuerdo que pusiera fin a las hostilidades.

Para este trabajo eligió al conde Czernin, que fue puesto al frente del ministerio común (común porque lo era de Austria y de Hungría) de Asuntos Exteriores. Pero ambas misiones no estuvieron coordinadas. Para sondear a París y a Londres, Carlos recurrió a Sixto de Borbón y Parma, hermano de su mujer, Zita, que combatía en el Ejército belga. Czernin no fue puesto al corriente. Sixto desarrolló su misión con más entusiasmo que eficacia, haciendo creer a ingleses y franceses que Austria estaba dispuesta a firmar una paz separada con ellos y abandonar a Alemania prometiendo ceder tanto en Alsacia-Lorena como en Bélgica. No termina de entenderse cómo franceses y británicos pudieron llegar a creer semejante cosa, por mucho que fueran engañados por el cuñado de Carlos, ya que quienes estaban al otro lado de las trincheras en Francia no eran austriacos, sino alemanes, y todo lo que Sixto decía que Viena ofrecía a Londres y París era papel mojado sin la aprobación de Berlín. No obstante, la negociación llegó lo suficientemente lejos como para que Sonnino, ministro de Exteriores italiano, tuviera que ponerse serio y se negara a hacer ninguna renuncia a sus aspiraciones territoriales. Mucho más cuando en esto, que sí dependía directamente de la voluntad de Viena, Sixto tan sólo había hecho vagas insinuaciones de insignificantes concesiones a las ambiciones italianas a cambio de la paz.

En Alemania, durante la primavera, hubo un duro enfrentamiento entre quienes deseaban encontrar una salida al conflicto y los que aún creían que el país estaba en condiciones de lograr una victoria decisiva. El canciller Bethmann Hollweg se situó en una posición equidistante entre los dos extremos y, como ocurre con frecuencia en política, éste quedarse a medio camino de las dos opciones contrapuestas le costó tener que dimitir por imposición del Estado Mayor. La caída de Bethmann, sin embargo, no frenó a quienes buscaban la paz. En el Reichstag se constituyó una mayoría contraria a la continuación del conflicto capitaneada por el Zentrum católico de Matthias Erzberger, que había apoyado la guerra pero que ahora se oponía a ella, tras aliarse al efecto con los nacional liberales, que también habían cambiado de opinión, los progresistas y los socialistas. Esta mayoría logró aprobar una resolución en favor de la paz en julio de 1917. Esta actitud relativamente derrotista estaba bien fundamentada. Por aquellas fechas ya era posible saber que la campaña submarina no produciría el decisivo efecto que se había esperado de ella. Estados Unidos había entrado en guerra y sus tropas llegarían en unos meses a las trincheras del frente occidental. La paz separada con Rusia todavía no estaba a la vista. ¿Cómo es posible que en esas circunstancias los militares alemanes tuvieran la sincera convicción de que Alemania todavía podía lograr una victoria total? El caso es que, con el respaldo de las élites alemanas y del propio káiser, Hindenburg y Ludendorff supieron resistir los llamamientos que desde dentro y desde fuera les hicieron para que consintieran rebajar los objetivos de guerra y facilitar un acuerdo de paz.

En Francia, los tratos con Austria (el affaire Sixto) y con Alemania (los contactos que Briand, sin responsabilidades de gobierno en ese momento, mantuvo con Lancken, responsable de la administración de ocupación en Bruselas) parecieron esperanzadores, pero chocaron siempre con la negativa de los austriacos a hacer demasiadas concesiones a Italia (y con la de los italianos de rebajar algo sus aspiraciones) y con la negativa alemana a no ceder en Alsacia-Lorena más que respecto de una pequeña franja de territorio. Cuando hicieron partícipes a los ingleses de sus contactos, éstos también comunicaron los acercamientos que habían intentado los alemanes ofreciendo pequeñas concesiones en Bélgica. Animados por la entrada en guerra de los Estados Unidos, ni franceses ni británicos estuvieron dispuestos a firmar la paz por tan poco.

Mientras tanto, Wilson, desde Washington, habiendo sido el primero en impulsar una paz sin anexiones ni indemnizaciones cuando su país era neutral, ahora que era uno de los beligerantes saboteó todos los intentos que partieron de volver al statu quo de 1914, incluido el del papa Bendicto XV (agosto de 1917). Fue así porque la paz que él ahora quería era una que se atuviera a unos nuevos principios morales que tendrían que regir las relaciones internacionales de ahí en adelante, tal y como luego formuló en los famosos Catorce Puntos el 8 de enero de 1918.

Lo primordial es que todos los intentos de 1917 fracasaron porque las potencias de la Entente creyeron, con razón, que con la ayuda de los Estados Unidos podían ganar la guerra y no había ninguna necesidad de hacer sustanciales concesiones a las Potencias Centrales. Pero aunque la Entente hubiera estado dispuesta a conceder más, tampoco la miopía de Hindenburg y Ludendorff hubiera permitido un acuerdo. Con todo, a partir del triunfo de los bolcheviques en noviembre, la necesidad de firmar una paz como fuera ofreció una oportunidad a Alemania de ganar la guerra, pues, firmada esa paz, habría podido desplazar todas las fuerzas que tenía desplegadas en el Este a las trincheras del frente occidental. Sin embargo, el Estado Mayor alemán confiadamente no admitió hacer ninguna concesión a Rusia para poder acelerar ese desplazamiento de fuerzas. Al contrario, obligó a que las negociaciones se alargaran exigiendo, por ejemplo, anexionarse Curlandia (parte de Letonia) y Lituania con el fin de disponer de un flanco izquierdo desde el que atacar a Rusia en la siguiente guerra. No habían ganado ésa y ya estaban pensando en la próxima. Al final, Alemania pagó un altísimo precio por la soberbia y vanidad de Hindenburg y Ludendorff, nunca atemperada por el káiser Guillermo. Cuando al fin Alemania se puso de acuerdo con Rusia, en marzo de 1918, ya era tarde, porque los norteamericanos habían tenido tiempo de desplegarse en Francia, dando lugar a que la ofensiva que los alemanes emprendieron a partir de entonces en Occidente fracasara. Ese mismo otoño, Berlín pidió el armisticio.


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