La encargada de presentar esta nueva función comunitaria ha sido la Comisión Europea. El ejecutivo comunitario propuso este lunes prohibir los vehículos convencionales de gasolina y diesel en las ciudades en 2050. Esta medida sería parte de un plan más amplio llamado a hacer más competitivo y menos contaminante el sector de los transportes.
En una primera lectura, la medida parece una más de las prohibiciones a las que tan acostumbrados nos tienen nuestros gobernantes en los últimos tiempos: limitaciones de velocidad, cambios de bombillas, etc. Con la excusa del consumo energético, las administraciones públicas obligan a sus ciudadanos a tomar medidas que, muchas veces, luego no se aplican a sí mismas. Sin embargo, en este caso, se añade una particularidad: es una medida que no tiene el más mínimo sentido lógico si se analiza con rigor.
En la rueda de prensa de presentación, el comisario europeo de Transporte, Siim Kallas, ha asegurado que "podemos acabar con la dependencia del petróleo que tiene el transporte sin sacrificar su eficiencia y comprometer la movilidad".
No se sabe si el señor Kallas tiene cualidades adivinatorias, pero es difícil que alguien se imagine cómo será el mundo dentro de 40 años. Si en 1900 alguien hubiera prohibido, para 1950, las diligencias o los viejos trenes de carbón o la tracción animal en los trabajos agrícolas, le hubieran tomado por loco. Es más, en 1950, con tractores de todo tipo, los primeros aviones de las líneas comerciales, trenes eléctricos y coches por doquier, aquella hipotética normativa habría sido motivo de risa. A casi nadie le hubiera afectado y los poquísimos que todavía utilizasen los medios antiguos serían los habitantes de los países más pobres, que no habían podido hacerse con la nueva tecnología, con lo que la aplicación de la ley habría perjudicado sólo a los más necesitados.
La normativa que este lunes presentaba, orgulloso de sí mismo, el comisario Kallas, es muy similar a la imaginada en el párrafo anterior. Ya hay coches híbridos, que consumen entre 3-4 litros de gasolina a los 100 kilómetros y que funcionan fundamentalmente con su batería, que se recarga con la propia marcha. Son los primeros modelos. Lo normal es que en 10 ó 15 años estos automóviles sean más baratos, que consuman menos y que sus prestaciones se disparen. Y todos los consumidores estarán encantados de comprar coches que vayan a la gasolinera una vez cada dos meses y no todas las semanas. No es necesaria ninguna normativa para conseguirlo. Para que una ley así tuviera sentido, alguien tendría que saber cómo serán los coches de 2050. Quizás el señor Kallas lo haya visionado en las cartas o en los posos del café...
¿Lo saben o no lo saben?
La pregunta que se hace cualquiera es, sabiendo esto, ¿por qué se preocupan nuestros políticos de estas cuestiones y se gastan el dinero en reuniones, dietas, conferencias, presentaciones y paneles de expertos para alumbrar una ley como ésta?
Hay dos respuestas y cada cual es más preocupante: que no lo sepan -y entonces hay que echarse a temblar pensando en manos de quien estamos- o que lo sepan -lo que casi es peor, porque quedaría claro que simplemente son unos políticos que quieren hacerse una foto delante de un cartel bonito, hablando de ecología y bajo consumo, incluso aunque sepan que todo el dinero gastado en esta tarea no servirá de nada-.
Eso sí, Bruselas no se ha quedado en el transporte por carretera. La Comisión está en todo y se ha marcado también como objetivo para las próximas cuatro décadas reducir un 40 % las emisiones del transporte marítimo, lograr que un 40 % del combustible que se utilice en aviación sea bajo en de dióxido de carbono (CO2) y que la mitad de los desplazamientos de media distancia pasen de realizarse por carretera al tren y otros medios de transporte.