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Armando Añel

Los intelectuales contra el progreso

En su libro de 1975 El trabajo que lo hagan los demás. Lucha de clases y dominación sacerdotal de los intelectuales, H. Schelsky despliega la tesis de que la lucha de clases clásica (burguesía versus proletariado) carece de actualidad. En su lugar, el enfrentamiento se estaría desarrollando entre la intelectualidad y el resto, fundamentalmente los productores de bienes y servicios. Schelsky acusó a esta nueva clase de ideólogos de despreciar la "miseria de la realidad" en nombre de la utopía, y debe reconocerse que estuvo suficientemente acertado. Pero hay más: una relación efecto-causa entre la intelectualidad "progresista" y/o conservadora y el llamado "Estado del Bienestar". Aquella no podría sobrevivir por mucho tiempo sin éste.

La globalización –ahora mismo el ejemplo más ilustrativo de transmutación de la realidad por medio del lenguaje– es presentada por los nuevos ideólogos como un proceso en el cual los países ricos endosan su cultura y mercadería a los pobres. Se infiere que las naciones industrializadas –más que nada EE UU, Demonio en Jefe de la mundialización– imponen una especie de colonización de nuevo tipo a aquellas en vías de desarrollo. Gracias a esta labor de enmascaramiento se ha puesto de moda un concepto de la rapiña altamente sofisticado, en virtud del cual ciertos Estados se habrían complotado para avasallar a través de tecnologías de avanzada, de una revolución informática que no tiene paralelo en la historia, a sus vecinos más atrasados. Ello resultaría inocuo –no sólo contradictorio– si no retrasara aún más el progreso del Tercer Mundo, que la izquierda de bombo y platillo, irónicamente, dice perseguir. ¿Cómo es que entonces, si se supone que los ricos controlan la información y la manejan a su antojo –al servicio, precisamente, de las "metrópolis" culturales del milenio que recién comienza–, se ha extendido tanto la idea antes mencionada? ¿Cómo es que por doquier la palabra "globalización" es denostada? El término ha sido reducido a su arista más extrema, más políticamente incorrecta, como achicaría un cráneo un cazador de cabezas.

En la naturaleza utilitaria del individuo, específicamente del intelectual, puede ser rastreada esta suerte de "ceguera de lo real". Como ha dicho Carlos Ball deteniéndose en Robert Nozick, "se trata de un fenómeno sociológico. La generalizada animosidad de los intelectuales hacia el capitalismo se basa en un profundo resentimiento, al creer que el mercado no premia el verdadero valor de las personas sino más bien a aquellos que satisfacen los gustos y deseos del populacho". Consecuentemente, la intelectualidad reacciona contra la idea de la reducción del Estado porque ese mismo Estado le garantiza la supervivencia a gran escala, la "valora" en su justa medida. Como clase, defiende ciertas instituciones y estamentos burocráticos porque se alimenta de ellos. Hace causa con los pobres, con los marginados, porque éstos le adosan su santa imagen a cambio, tras la que va en procesión o se parapeta. Se rebela, en fin, contra el "imperialismo", emblema perverso, sobredimensionado, de la iniciativa y responsabilidad individuales. Ser progresista para esta intelectualidad subvencionada es "estar con los pobres", no trabajar –lo cual nada tiene que ver con arengar– para eliminar la pobreza.

La izquierda que encabeza las manifestaciones contra la guerra –siempre que EEUU esté involucrado–, la globalización y otras cosas y causas del caso, es más que nada esa imagen que de sí misma se ha fabricado a través de la intelectualidad a su servicio, de la intelectualidad a la que pertenece: una imagen convenientemente apuntalada por la palabra. Monopolizado el lenguaje, la llamada intelectualidad "progresista" dispone de un arma tremendamente eficaz y correosa; esa que nombra, tergiversa o programa la verdad a la medida de sus intereses, como si de moldear un muñeco de nieve se tratara. Desde sus cuarteles de invierno, universidades, periódicos, editoriales y hasta televisoras, los hacedores de la palabra devienen hechiceros de una tribu que se deja llevar devotamente, que se inclina con resignada incertidumbre ante los nuevos dioses de la revolución mediática. Resulta hasta cierto punto paradójico que el liberalismo haya abierto como nunca antes las fronteras del conocimiento, haya generado –como nadie– progreso, haya contribuido como ninguna otra corriente filosófica a diversificar y propagar la cultura occidental, sólo para ser demonizado por aquellos al timón del monopolio de la verdad, o lo que es lo mismo, del imperio de la palabra.

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