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La visión de los llamados progresistas acerca del empresariado promete en ocasiones renovación, pero rara vez cumple. Aseguró Rosa Montero en El País que no añora el dogmatismo “de los tiempos pretéritos, cuando todo empresario era, por definición proletaria, un bicho indigno”, pero que rechaza “pasar de aquellas truculencias a esta supuesta Arcadia del mercado libre, a este lindo paraíso en el que los ricos son todos muy buenos”, y lo ilustra con “esos hombres de negocios tan simpáticos como el hijo de Mitterrand”. Por su parte, Fernando G. Delgado, en el programa A vivir que son dos días, que dirige en la Cadena SER, afirmó el sábado 14 de enero que la crisis de las vacas locas se debe a la búsqueda por los empresarios de “el dinero pronto”.

Ningún liberal ha dicho jamás que el mercado sea perfecto, más bien al contrario. La recriminación contra la perfección del capitalismo es propia de quienes no desean abandonar por completo sus pasados errores intervencionistas. Ningún liberal ha dicho nunca que los ricos son buenos por el mero hecho de serlo: que lea Montero los comentarios de Adam Smith sobre los empresarios en La riqueza de las naciones. La condición crucial que exige el liberalismo a la riqueza para ser plausible es que sea obtenida en libre y justa competencia, en el mercado, sin fraude ni coacción. Sólo en esas condiciones la riqueza de los ricos integra un proceso de beneficio comunitario. El hijo de Mitterrand es un ejemplo perfecto de un empresario que jamás contaría con el aval liberal: el simpático Jean-Christophe hizo todo su dinero desde el amparo del poder, todo con presiones, recomendaciones y sinuosidades políticas. Difícil lo tendrá Rosa Montero si intenta descubrir algún texto liberal que propicie o celebre esa vía hacia la riqueza.

Fernando Delgado incurre en análogo disparate. No hay nada malo en hacerse rico rápidamente: es absurdo suponer que lo bueno es lograrlo despacio. De lo que se trata, otra vez, es de si la riqueza afluye en el mercado o a través de los vericuetos del poder político. Y si hay un sector anegado de intervenciones oficiales, a cual más desgraciada, ese sector es el agrícola-ganadero. La crisis de las vacas locas, pues, se debió exclusivamente a las distorsiones que la intervención pública suscitó en dicha actividad: al subvencionar artificialmente a la ganadería, estimuló la aparición de piensos que permitieran el engorde del animal en el plazo más breve posible, lo que desembocó en la perversión de convertir a rumiantes en carnívoros. Pero no se trataba de hacerse rico rápidamente, sino de cobrar el subsidio rápidamente. No es lo mismo.

En Libre Mercado

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