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Carlos Semprún Maura

La isla sin tesoro

La semana pasada, los nacionalistas corsos saludaron la llegada del Ministro de Interior, Daniel Vaillant, con un asesinato. Pero un asesinato sin importancia, ya que se trataba de otro miembro de la “banda de Santoni”, a la que están diezmando impunemente los de las bandas rivales, los amigos del Otegui corso, Talamoni. Cuando a esos se les mata, todos echan una manta de mula sobre los cadáveres: un “ajuste de cuentas entre bandidos”.

Pero, ¿quién no es bandido en Córcega? Para complacer a los nacionalterroristas del bando Talamoni, quienes chantajean al gobierno, el ministro prometió que a los presos nacionalistas se les reagruparía en la cárcel de Borgo, en Córcega, cárcel que, por cierto, tiene el “guinness de los records” de las fugas, hasta con fax se les libera. Se armó un escándalo, la oposición y la oposición a medias (Chevenement), acusaron al gobierno de “rajarse” una vez más ante los nacionalistas, y el gobierno se puso a tartamudear como un esquizoparanoico. La pobre Lebranchu, la ministra de Justicia, que siempre parece estar buscando sus gafas perdidas, declaró que ni hablar, que sólo se trataba de un proyecto de construcción de nuevas cárceles, con criterios “autonómicos”: en Bretaña para los bretones, en París para los parisinos, y ¿por qué no en Córcega para los corsos? Lionel Jospin, como de costumbre, dijo cualquier cosa y su contrario, y contradiciendo sus propias declaraciones de hace unos meses, cuando afirmaba que el reagrupamiento de los presos corsos en Córcega, ni era posible, ni deseable, dice ahora que ¿Por qué no?

Desde luego, no se trata de una concesión a los nacionalistas extremistas, ni de un primer paso hacia la amnistía que estos exigen, se trata sencillamente dice de reunir en Córcega, no a los presos, sino únicamente a los condenados a largas penas. Me entero, como el 99% de los franceses —esta cifra me recuerda los resultados de las democráticas elecciones en los países comunistas— de que estos condenados a largas penas son ocho terroristas corsos, ni uno más, ni uno menos. Y uno se pregunta ¿para qué tanto batiburrillo? ¿Para qué tantas construcciones de nuevas cárceles, por qué tanta polémica, tratándose de ocho condenados? Tal vez la pregunta más políticamente incorrecta, aunque muy importante, sea: ¿Cómo es posible que, teniendo en cuenta los asesinatos, bombas, la extorsión del “impuesto patriótico”, y todo lo demás, sólo sean ocho los condenados? La respuesta es obvia: en Córcega, no son los muertos los que gozan de paz, sino los asesinos, a quienes ni se persigue, ni se detiene, ni, claro, se les condena.

Me gustaría introducir un testimonio personal en esta polémica sobre Córcega. Mi mujer y yo tenemos una amiga que éste verano fue invitada a pasar una semana de vacaciones en Córcega. Sus huéspedes, suizos, le aconsejaron que no dijera que vivía en París, porque eso podía molestar a los “indígenas” que, por lo visto, odian París, capital de la opresión colonial. Anita, que es su nombre, dijo que vivía en Ginebra, y no pasó nada. Pero sintió un clima tenso, desagradable. Claro que todo esto es muy subjetivo y que otros franceses pueden tener otros recuerdos de sus vacaciones en Córcega, pero eso no quita, me temo, que la situación en la isla, este bastante podrida, y sea de difícil solución. Este Gobierno —como otros, desde luego— se encuentra en un callejón sin salida. ¿Hay que imponer, caiga quien caiga, la “ley republicana, o hay que vender Córcega a sus antiguos propietarios: Génova? Desde luego, los Verdes suecos, dirían: que los corsos decidan democráticamente, mediante elecciones, su futuro. Pero, ¿conocen las posibilidades de las mafias corsas para manipular elecciones? Yo no.

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