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Charles Krauthammer

Llegamos, vimos y perdimos

Elegimos hacer cosas así, decía JFK, "no porque sean fáciles, sino por ser difíciles". Y cuando se hacen cosas extraordinariamente difíciles –enviar a Magallanes o a Neil Armstrong– se abren nuevas posibilidades humanas de formas totalmente impredecibles.

Michael Crichton escribió en una ocasión que si se le dijera a un médico de 1899 que en cuestión de 100 años la humanidad, entre otras maravillas como las bombas nucleares o las aerolíneas comerciales, "viajaría a la luna y después perdería el interés en ella... el médico lo declararía demente con total seguridad". En el año 2000, cité estas líneas expresando la incredulidad de Crichton ante la dejadez de Estados Unidos con la conquista de la luna. Ya estamos en 2009 y la luna aún despierta menos interés.

La próxima semana se cumplen 40 años del primer alunizaje. Hemos dicho que volveremos en el año 2020, pero esa promesa fue hecha por una presidencia anterior y la actual se ha definido como la antítesis de Bush. Además, pese a toda la afinidad con Kennedy que tenga Obama, no se ha declarado especialmente entusiasmado por la exploración espacial.

De modo que con un programa Apolo enterrado y con el Constellation –su presunto sucesor– todavía en pañales, continuamos apartándonos del espacio. Sorprendente pero cierto. Tras incontables siglos soñando con volar, despegamos por fin del suelo en Kitty Hawk en 1903. En apenas 66 años, un nanosegundo de la historia de la humanidad, ya habíamos aterrizado en la luna. Después cinco aterrizajes más, otros 10 paseos lunares y... a partir de entonces nada.

Siendo más preciso: hemos perdido casi 30 años en la órbita terrestre estudiando los efectos de la ingravidez y de los diversos misterios cósmicos. Lo hemos hecho con la máquina más hermosa, intrincada, compleja y, en última instancia, menos práctica construida jamás por el hombre: el trasbordador espacial. Convertimos este pájaro magnífico en un camión de mudanzas con el que transportar cosas y personas hasta un mecano que llamamos Estación Espacial Internacional, construido expresamente para que personas de diferentes nacionalidades puedan cantar el "kumbayá" en ingravidez.

La lanzadera es ya demasiado peligrosa, demasiado frágil y demasiado cara. Siete vuelos más y después se jubilará, pasando –igual que el Concorde o el Hércoles H4– al museo de cosas-demasiado-hermosas-y-complejas-como-para perdurar.

El programa espacial tripulado de Estados Unidos es todo un despropósito. Dentro de 14 meses, por primera vez desde 1962, Estados Unidos será incapaz no ya de colocar a un solo hombre en la luna, sino de ponerlo en órbita. Estamos paralizados por completo. Tendremos que suplicar un paseo a los rusos o incluso a los chinos.

¿Y qué más da?, se preguntará el lector. ¿No tenemos ya suficientes problemas en la tierra? Venga ya. La pobreza, las enfermedades y los conflictos sociales van a estar siempre con nosotros. Si esperásemos a que fueran corregidos antes de atrevernos a salir al espacio, seguiríamos viviendo en las cavernas.

Sí, estamos sufriendo una devastadora crisis financiera. Nadie está pidiendo un Proyecto Manhattan de golpe y porrazo. Todo lo que necesitamos es una parte de los cientos de miles de millones que están siendo repartidos a manos llenas desde Washington –fondos "de estímulo" que al contrario que el sistema interestatal de infraestructuras de Eisenhower o el programa Apolo de Kennedy no dejarán ni huella en el país– para construir el Constellation y devolvernos a la luna medio siglo después del primer alunizaje.

Pero, ¿por qué deberíamos hacerlo? No por sentido práctico. No fuimos a la luna para desarrollar trajes aislantes ni fruta deshidratada. Cualquier avance tecnológico es un extra de la inversión, pero no es su motivo esencial. Vamos al espacio para lograr la excelencia y la gloria: por sus inmensas posibilidades. Elegimos hacer cosas así, decía JFK, "no porque sean fáciles, sino por ser difíciles". Y cuando se hacen cosas extraordinariamente difíciles –enviar a Magallanes o a Neil Armstrong– se abren nuevas posibilidades humanas de formas totalmente impredecibles.

¿El mejor ejemplo? ¿Quién habría pronosticado que los viajes lunares iban a generar el incentivo más irresistible de la conciencia medioambiental aquí en la Tierra: Earthrise, la fotografía icónica del Planeta Azul?

Irónicamente, la nueva conciencia motivada por el carácter único y la fragilidad de la Tierra alejó la imaginación contemporánea del espacio y la devolvió a la Tierra. Estamos ahora inmersos en una fase hiperterrestre, la era del iPod, del Facebook, de las redes sociales y del eco-respeto.

Pero levante la vista de su BlackBerry alguna noche. Eso es la luna. En su superficie hay exactamente 12 pares de huellas humanas: intactas, impasibles y abandonadas. Por primera vez en la historia, la luna no es sólo un misterio o una musa, sino sólo una reprimenda nocturna. Un presidente vigoroso y joven nos emplazó una vez a llegar a esa nueva frontera; denominó al viaje "la mayor aventura, la más peligrosa y la más arriesgada en la que el hombre se haya embarcado nunca". Llegamos, vimos y nos retiramos.

¿Cómo pudimos?

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