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EDITORIAL

Ley de irresponsabilidad penal del menor

Una de las secuelas más evidentes de la herencia colectivista del siglo XX es la negación, más o menos categórica, del libre albedrío. Gran parte –por no decir la mayoría– de las teorías sociológicas y psicológicas vigentes parten del axioma de que el hombre no es tanto fruto de sus propios actos y decisiones como el resultado más o menos directo –en la tradición rousseauniana– del ambiente sociocultural en el que ha desarrollado su personalidad. De ahí a considerar que la persona no es plenamente responsable de sus buenas acciones ni –sobre todo– de su mala conducta apenas hay un paso.

La consecuencia lógica de este planteamiento, que ya entra de lleno en el relativismo moral, es identificar al malhechor o al delincuente no como alguien que ha quebrantado conscientemente las normas de convivencia social, sino como víctima de una sociedad que no ha sabido comprender sus anhelos, sus necesidades o sus dificultades de integración. No es extraño, pues, que la función rehabilitadora haya desplazado del primer plano a los objetivos principales de toda justicia penal digna de tal nombre: la satisfacción de la víctima, la expiación del delito y la ejemplaridad frente a terceros. Llevado al extremo, el delincuente, en última instancia, ya no es tanto una persona que debe pagar por haber causado daño a otro y por haber violado el orden moral sobre el que se asientan las normas sociales, sino más bien un inadaptado o incluso un enfermo de cuya reeducación o tratamiento debe ocuparse la sociedad –incluida la víctima–, que supuestamente le abocó a la delincuencia.

Es a este extremo, precisamente, donde se ha llegado con la vigente Ley del Menor, que, grosso modo, establece que los adolescentes menores de 18 años no son responsables de sus actos ni son capaces de discernir con claridad el bien del mal. Ni siquiera en casos tan atroces como el del parricida de la catana o el de Sandra Palo, que fue secuestrada, violada, atropellada varias veces y quemada viva por tres menores con edades entre los 14 y los 18 años –uno de ellos, el mayor, procedente de un reformatorio en Valladolid. El juicio sobre esta inhumana salvajada comienza este lunes. Y, en cumplimiento de la Ley del Menor, que prohibe la acción particular de los perjudicados y la acción popular de los ciudadanos, los familiares de Sandra no podrán estar presentes en la vista ni presentar cargos; porque, tal y como señala la exposición de motivos de la Ley, “en estos casos el interés prioritario para la sociedad y para el Estado coincide con el interés del menor”, ya que “se pretende impedir todo aquello que pudiera tener un efecto contraproducente para el menor, como el ejercicio de la acción por la víctima o por otros particulares”.

Los asesinos de Sandra Palo, así como los menores que perpetraron otros horribles crímenes como el de San Fernando, el de Algeciras, del de la Villa Olímpica, el del Olivar en Jaén, etc., no pasarán más de ocho años en un centro de internamiento, el máximo previsto en la Ley del Menor, que podrían quedarse sólo en cuatro si muestran suficientes progresos en el proceso de reeducación y reinserción, que consiste, básicamente, en terapia ocupacional y en actividades de animación sociocultural. Es decir, al calvario que han atravesado tanto las víctimas como sus familiares, se añaden su brutal marginación en el proceso judicial y una cuasi impunidad de los asesinos, todo ello “en interés del menor” que, al decir de los legisladores –PP y PSOE–, coincide con el "interés prioritario de la sociedad y del Estado”.

Sin embargo, es difícil concebir una ley más inmoral, que contraríe más el verdadero interés de la sociedad. A diferencia de sus legisladores, los ciudadanos no ponen el acento en “el interés del menor”, sino en que se haga justicia en proporción a la gravedad del delito cometido y que sea la víctima la protagonista del proceso. Puede ser cierto que un adolescente todavía no posea pleno dominio, consciencia y, por tanto, responsabilidad sobre todos sus actos. Sin embargo, no es menos cierto que un menor de entre 14 y 18 años sí es plenamente consciente de la diferencia que existe entre el bien y el mal... especialmente cuando se trata de vejar y asesinar a otra persona. Y, por tanto, debe afrontar las consecuencias de su crimen, empezando por soportar durante el juicio el rigor de la acusación particular y las miradas de odio y desprecio de los familiares de su víctima. Es el valor irremplazable de la vida arrebatada con insólita frialdad, premeditación y crueldad, y no el interés del criminal menor de edad –declarado por ley cuasi irresponsable– lo que debe presidir la administración de justicia. Pues, de lo contrario, el delincuente se transforma en “enfermo”, el delito, por atroz que sea, en “disfunción del comportamiento adolescente” y la víctima en mero “síntoma” que sirve de pretexto para “curar” al “paciente”.


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