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Emilio Campmany

El ejemplo del rais

Gadafi, al menos, decidido a resistir en una guerra que no podía vencer y tras exigir una buena sarta de inútiles sacrificios a sus compatriotas, los de un bando y los de otro, ha tenido el decoro de no sobrevivir a su régimen y morir resistiendo.

No suelen los tiranos y dictadores dar ejemplo de valentía. Cuando se ven acorralados, acostumbran a defenderse hasta la última gota de la sangre de sus leales, pero muy pocas veces están dispuestos a arriesgar el propio pellejo. Normalmente, disponen de bien engordadas cuentas en paraísos fiscales con las que disfrutar de un buen pasar si es que hay que salir echando melodías del país con apenas unas pocas maletas. Como son muy ricos, siempre hay un país dispuesto a acogerlos so pretexto de ayudar a la pacificación de la nación afectada, que tan sólo necesita de la huida del tirano para acabar con la violencia e intentar empezar una nueva vida.

Gadafi no se ha comportado de este modo tan poco gallardo. Es verdad que el empecinamiento en quedarse hasta el último momento ha causado unos cuantos cientos de muertes innecesarias, pues hace semanas que el excéntrico rais tenía la guerra perdida. Ahora, puestos a ser pragmáticos, lo que tendría que haber hecho era abandonar el poder al día siguiente de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Desde entonces, su suerte estaba echada y resistir sólo acarrearía muerte y destrucción gratuitas a su pueblo.

Pero, decidió resistir. Y una vez que resolvió hacerlo, lo valiente era hacerlo hasta el final. No hasta el final de sus soldados, sino hasta el final de él mismo. Otros que quisieron resistir hasta el último momento lo hicieron a costa de las vidas de los demás y claudicaron sólo cuando era la propia la que tocaba entregar. Sin ir más lejos, eso es exactamente lo que hicieron los socialistas Álvarez del Vayo y Juan Negrín, figuras hoy reconocidas entre los más ilustres en nuestro país. Estos dos sujetos prolongaron absurdamente nuestra Guerra Civil a costa de miles de vidas que podíamos muy bien habernos ahorrado. Y, si no llega a ser por el coronel Casado, aún hubieran dispuesto de unas cuantas más por ver si ocurría un milagro, ellos, que no creían más que en la Historia y la plusvalía. Y cuando llegó el día en que les tocaba a ellos y no a otros sacrificarse por resistir unas horas más, creyeron que ya estaba bien, se dieron por derrotados y huyeron al exilio.

Gadafi, al menos, decidido a resistir en una guerra que no podía vencer y tras exigir una buena sarta de inútiles sacrificios a sus compatriotas, los de un bando y los de otro, ha tenido el decoro de no sobrevivir a su régimen y morir resistiendo.

Gadafi era un tirano excéntrico, un bruto cruel e inhumano, pero tenía, hoy lo hemos sabido, sentido de la dignidad. No es poco en un mundo donde esa materia es tan escasa entre los políticos occidentales, en general, y los nuestros en particular. Todos ellos le adularon ignominiosamente y luego lo abandonaron vergonzosamente. Reciban ahora una postrera lección de él.

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