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Encarna Jiménez

Esposas cruzadas

La imagen de las esposas de los políticos cada vez tiene más importancia en las campañas electorales y en los índices de popularidad de sus maridos. Por eso, con gusto o a regañadientes, ellas tienen que entrar en la rueda de representación y llegar a acuerdos con los asesores de comunicación para pactar sus actuaciones. No es ninguna novedad que las mujeres ejercen una fuerte influencia en política en virtud del casamiento. Ejemplos hay desde antes de Cristo hasta nuestros días, y desde Filipinas a Gran Bretaña, pero es en EEUU donde se ven de manera más clara las reglas del juego en el año 2000.

En la actualidad, y más después de la complejísima relación Clinton-Hillary en la que nada era lo que parecía, las candidatas a vivir en la Casa Blanca tienen como función tapar agujeros de imagen. Si Bush firma sentencias de muerte en Texas, Laura, su mujer, es presentada como una sufridora en casa más progre que su marido. Así el votante puede pensar que no es tan rígido si duerme con una opositora. Por su parte, el demócrata Al Gore tiene en Tipper una entusiasta agente de campaña que está obligada a representar un matrimonio sin fisuras aderezado con toques de pasión para cumplir con los que quieren un poquito de morbo en escena.

Estos ejemplos, como el caso de la católica esposa de Tony Blair con su bautizo medio clandestino o Ana Botella mostrándose como más inclinada a causas sociales cuando tiene un perfil absolutamente político, demuestran que estamos en una era de perpetuo maquillaje y que, paradójicamente, es en EEUU, tierra de feministas y liberales, donde más abunda este tipo de afeites. Las esposas tienen que ser y no ser ellas mismas para arañar los votos de unos electores seducidos por la compraventa de sentimientos.

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