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Hillary neocon

Hay que forzar la democratización, pero no hay que hacerla depender exclusivamente de una convocatoria de elecciones prematura. Sin la debida preparación, sólo dos fuerzas pueden salir campeonas de las mismas, la corrupción o los islamistas.

La secretaria de Estado norteamericana, Hillary Rodman Clinton, ha declarado este fin de semana en Alemania que "el status quo en Oriente Medio es insostenible". No sabemos si se acordará de ello, pero su diagnóstico no es novedoso, pues quien primero lo entendió no fue otro que el denostado George W. Bush. Inspirado o no por esa supuesta cábala de neoconservadores que le rodeaba en Washington, nadie mejor que él condensó el imperativo de nuestro tiempo de hacer avanzar la agenda de la libertad en el mundo, incluido el mundo árabe. En su discurso de inauguración de su segundo mandato dijo aquello de que "nuestra seguridad depende íntimamente de la libertad de los demás". Anunciando, además, que los Estados Unidos "estarán con todos aquellos que buscan la libertad".

La lógica subyacente de Bush era impecable: el cambio en Oriente Medio era imparable porque los dirigentes, los más autócratas corruptos y envejecidos, no eran capaces de dar salida a las aspiraciones de sus súbditos y sólo recurrían a la represión como único método para continuar detentando el poder. Con una distribución de la riqueza que desposee de toda esperanza al 99% de la población, con una juventud que alcanza normalmente al 60% de la población, con una educación discriminatoria, la separación por géneros y la religión como única esperanza, los dictadores estaban arreglando las grietas de un dique que la marea islamista estaba a punto de desbordar. Para evitar una revuelta radical e islamista, la sola opción era forzar la apertura política y la tolerancia social y religiosa.

El error de la administración Bush no fue su diagnóstico, sino la mala aplicación de la teoría. Así, libertad y democracia se equiparó a convocatoria cuanto antes de elecciones, sin querer tener en cuenta que en muchos lugares la ausencia de sociedad civil y de instituciones independientes hacía de los resultados electorales una mera cobertura para la corrupción institucionalizada o, peor, un camino para la dictadura de los islamistas. No otra cosa pasó en Gaza en 2005.

El anti-bushismo de estos años hizo que el nuevo presidente –con el resto del mundo dicho civilizado– arrojara por el WC la agenda de la libertad y que se retornara al realismo pragmático de toda la vida: más vale nuestro hijo de puta conocido a los peligros del cambio. Así de simple. Pero la realidad no perdona y hoy no es diferente de hace unos años: los autócratas del Oriente Medio se sostienen frágilmente y si perduran es gracias al apoyo de los países occidentales. La mejor prueba: en cuanto la Casa Blanca deja caer a Mubarak, acaba su presente y futuro político en Egipto; cuando Obama da marcha atrás, Mubarak saca pecho y se enroca; cuando Washington vuelve a la carga, ya no hay vuelta de hoja a una transición, cobre la forma que cobre ésta.

El dilema estratégico es que no hay alternativa al cambio pero que, faltos de una visión del largo plazo, América y Europa se condenan a repetir los errores del pasado. Hay que forzar la democratización, pero no hay que hacerla depender exclusivamente de una convocatoria de elecciones prematura. Sin la debida preparación, sólo dos fuerzas pueden salir campeonas de las mismas, la corrupción o los islamistas, ambas mortales para el futuro del país y la estabilidad de la zona.

Irak y Afganistán pueden encerrar las claves sobre cómo efectuar una transición política de un régimen caduco a uno nuevo y prometedor. Pero, ¿cómo quienes condenaron todo eso en su día van ahora a reconocer sus errores y aceptar lo bueno de sus ejemplos? Bueno, Hillary ya ha empezado. A ver qué dicen nuestros izquierdistas de pro cuando Obama también abrace a los neoconservadores, esos mismos que olían a azufre, ¿recuerdan?

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