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Tigris de papel

Los criterios excesivamente garantistas incorporados a la ley plantean problemas graves en momentos como los actuales, coincidiendo con el proceso de debilitamiento progresivo ante los terroristas y ante sus herramientas de propaganda.

Como ya ocurriera anteriormente con otras sentencias sonadas como la de la Operación Nova, la herramienta jurídica del recurso de casación ante el Tribunal Supremo vuelve a mostrar ahora, con el caso de los condenados por la Audiencia Nacional en el marco del caso de la Operación Tigris, cuán difícil es mostrar con la ley en la mano la gravedad de la amenaza que el yihadista representa, y como aquella puede servir para lo contrario de lo que debería servir.

A pesar de la enorme visibilidad que tuvo la Operación Tigris desarrollada en Cataluña y a pesar de lo mucho que se ha escrito sobre ella –recordemos que se acusaba a los detenidos nada menos que de enviar terroristas a Irak–, tras pasar por el susodicho tamiz del Supremo tan sólo tres de los treinta y dos procesados por el felizmente malogrado juez Garzón han recibido al final condenas firmes, según sentencia del 8 de febrero. El camino ha sido complicado, pues sólo catorce de los treinta y dos habían sido acusados por el Fiscal y sólo cuatro fueron condenados por la Audiencia Nacional, absolviéndose a los otros diez en abril de 2009. Ello porque en buena medida las pruebas contra ellos se habían obtenido violando sus derechos, vía escuchas telefónicas e intervención de correos electrónicos irregulares; es decir, lo mismo que a los europeos nos escandaliza de los Estados Unidos. En cualquier caso, de los cuatro sólo tres han recibido sentencias firmes y el cuarto, Mohamed El Idrissi, condenado entonces a cinco años por colaboración con organización terrorista, ha sido absuelto.

Sería necesario abordar la reforma de la legislación antiterrorista que jueces, policías y analistas llevan tiempo demandando: en la lucha contra el islamismo, la Audiencia Nacional es la primera institución que queda en entredicho ante cada revés que le da el Supremo, poniéndola en evidencia en momentos, además, en los que su existencia está en entredicho merced a la labor erosionadota de los jueces estrellas. Y en verdad, no está clara la utilidad de la Audiencia Nacional si sus jueces se dedican a otras cosas, y cuando no lo hacen, sus sentencias contra el islamismo quedan anuladas.

Junto a ella quedan en una posición incómoda –ante una opinión pública aún no suficientemente informada y por tanto sensibilizada por la gravedad de la amenaza– las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, los servicios de inteligencia y los analistas que tratan de lanzar advertencias sobre la sutil pero implacable amenaza del terrorismo islamista. Los criterios excesivamente garantistas incorporados a la ley plantean problemas graves en momentos como los actuales, coincidiendo con el proceso de debilitamiento progresivo ante los terroristas y ante sus herramientas de propaganda y de acción de nuestros dirigentes. Éstos están empeñados en hacer llamamientos a la reconciliación con los radicales en lugares como Mauritania, Argelia, Arabia Saudí o Afganistán. El camino es, en nuestras sociedades, el contrario: acabar con los resquicios de impunidad legal que los islamistas tan bien aprovechan. El desenlace de la Operación Tigris pone de manifiesto que nuestro Estado de derecho es también un tigre de papelante sus enemigos.

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