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Ignacio Prieto

La muerte del Atila islámico

Como victoria lo es pírrica, porque la perversa semilla de la yihad, de la que Ben Laden fue paciente y concienzudo jardinero, ha arraigado con fuerza en otras latitudes.

Nada parecía augurar la menor prominencia al decimoséptimo hijo de la acaudalada familia saudio-yemení Ben Laden, quien vio la luz de Jeddha hace cincuenta y cuatro años. Su niñez y juventud se desarrollaron en el confort del núcleo familiar, que aunque estrictamente islámico, como no podía ser de otro modo en el país de los piadosos Saud, no se privaba de vacaciones en el pecaminoso Occidente y del envío de la mayoría de los varones de su nutrida prole (57 hijos, de al menos tres diferentes esposas y diversas concubinas, claro) a las mejores universidades extranjeras.

El primer rasgo diferencial del tímido e introvertido Osama respecto a ese entorno familiar fue insistir en permanecer en Jeddha y tratar de acceder al mundo del conocimiento a través de las aulas de la Universidad Rey Abul Aziz de su ciudad natal, el gran puerto para la visita ritual a los lugares santos del islam. Su tibio empeño académico inicial en una Licenciatura de Negocios pronto se trocó en entusiasmo por los Estudios Islámicos, cuando quedó deslumbrado por uno de los profesores que ejercían su tarea en la Universidad, el palestino Abdullah Azam, a quien de forma inmediata adoptó como guía.

Esta temprana inmersión, a través de Azam, en el rigorismo militante que las ideas de Sayyid Qutb, el teórico egipcio del islamismo radical y político, se aleó con el estricto credo wahabi que profesaba y propició su temprano interés por la yihad contra los invasores soviéticos del áspero fragmento de Dar-el-Islam, que era Afganistán, y le condujeron a Peshawar en 1980. Su momento llegó cuando la búsqueda de un príncipe de la casa Saud que liderase los contingentes saudíes que acudían a la llamada de la yihad afgana fracasó. No hubo voluntarios para trocar los palacios de Jeddha o Riad, o las mansiones en Londres, París o Nueva York por los inhumanos canchales Paktika, Khost o Kandahar. Osama Bin Laden, aunque sin una gota de sangre real en las venas, era lo suficientemente rico, e importante su familia, para proporcionar ese estandarte que perseguían los servicios de inteligencia saudíes y paquistaníes con que abanderar a los militantes árabes, y aceptó representar el papel.

Aunque su experiencia bélica fue circunstancial, porque su tarea principal en esa primera experiencia afgana fue, aprovechando la fortaleza de la empresa paterna, construir todo tipo de infraestructuras para los yihadistas, el joven Osama empezó a creerse el papel de estandarte que se le había asignado. Tanto que a su regreso a Jeddha trató de seguir desempeñándolo al ofrecerse a la Corona como adalid de una defensa popular del reino, con ocasión de la invasión iraquí de Kuwait en 1991 y la consiguiente amenaza existencial contra su país. La displicencia con que los dirigentes saudíes descartaron su propuesta y, más tarde, la autorización de permanencia de un contingente de 20.000 soldados estadounidenses sobre la nación que alberga los dos lugares más santos del islam, acabaron por deteriorar su relación con la monarquía saudí, que le forzó a emigrar a Sudán en 1992 y dos años más tarde le despojó de su nacionalidad de origen.

Tratamiento tan inocuo a un guerrero del islam como él, radicalizó su visión política y le convenció de que la solución para los múltiples problemas de la Ummah –entre ellos la permanencia en el poder de sus ilegítimos gobernantes, reñidos con la sharia– era la yihad. Y a ella se dedicó en cuerpo y alma. Durante su estancia en Khartum, trató de reagrupar a veteranos árabes de la primera guerra afgana en una organización heredera de otra de su maestro Azzam, a la que llamó Al Qaeda (La Base), aprovechando su propio "tesoro de guerra" y la comprensión con que le distinguió el régimen islámico del Sheick Turabi. Los servicios de inteligencia egipcios y norteamericanos estimaban en 1996 que Ben Laden financiaba campos de entrenamiento para terroristas islámicos en Somalia, Egipto, Yemen, Sudan y Afganistán. Tal protagonismo terrorista indujo a Washington a presionar diplomáticamente al régimen sudanés hasta que éste en 1996, para evitar males mayores, tuvo que avenirse a pedir al indómito yihadista que cambiara de aires. Su destino no podía ser otro que Afganistán.

Tras una breve estancia en Jalalabad bajo la protección de la Shura local, pronto se acogió a la hospitalidad del dirigente talibán del sur afgano, Mullah Omar y se instaló en Kandahar en 1997. Para entonces Ben Laden constituía tal amenaza para los intereses de Washington, que la CIA montó una operación secreta con base en Peshawar para apresarlo, que fue desactivada por insuficiencia de datos y apoyos para prosperar. Este acoso norteamericano le indujo a inspirar una fatwa, avalada por jurisconsultos locales de prestigio, en la que se decretaba "que la muerte de americanos y sus aliados –civiles y militares– es un deber individual para todo musulmán y ha de ser realizado en cualquier país en que pueda ser ejecutado". El decreto fue emitido en Khost, febrero de 1998. Los primeros atentados que respondieron a este imperativo fueron los que se realizaron contra las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania, octubre de 1998.

Vendría después el 11-S y la engañosa sensación de que el mundo occidental estaba a merced de las hordas terroristas del nuevo Atila islámico. El arrasamiento de las Torres Gemelas fue acompañada por la demolición súbita del arraigado hubris norteamericano y una profunda psicosis colectiva frente a un enemigo difuso y omnipresente. Esta psicosis desembocó en la titánica terapia de la invasión de Afganistán y la –durante una década– infructuosa búsqueda del inspirador del holocausto neoyorkino.

La búsqueda llegó a su punto final el pasado 1 de mayo, con la ejecución sobre el terreno del prófugo en su idílico refugio paquistaní. Era la victoria que tanto el poder como el pueblo norteamericano buscaban desalados desde hace diez años. Como victoria lo es pírrica, porque la perversa semilla de la yihad, de la que Ben Laden fue paciente y concienzudo jardinero, ha arraigado con fuerza en otras latitudes, con lo que el huerto afgano de Al Qaeda se había convertido en casi irrelevante en lo bélico y hasta en lo ideológico. Como venganza resulta útil, primero como inyección de orgullo vivificante en el desvencijado ego estadounidense y aun más, como catapulta hacia un segundo mandato del presidente Obama, bajo cuya égida se ha producido el anhelado acontecimiento. Además le permitirá elaborar una sólida justificación a su deseada salida de Afganistán, ya que la principal misión que la motivaba, la caza de Ben Laden, ha quedado debidamente cumplimentada.

Si el mundo será más seguro o no, como proclaman de modo prematuro tantas voces, tras la desaparición del mejor ejecutivo –y desgraciadamente también ejecutor – de la yihad contra Occidente, es una incógnita que tardará en despejarse.

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