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Jaime Ignacio del Burgo

Un radical de izquierdas

El radicalismo de izquierdas del presidente Zapatero ha provocado un clima de enorme inquietud. Existe la percepción de que se están agrietando los pilares del sistema constitucional y eso produce temor y genera incertidumbre.

Un antiguo dirigente socialista, con un papel muy destacado en la España de Felipe González, me dijo no hace mucho: "Lo peor de Zapatero es que es un radical de izquierdas". La definición no puede ser más acertada, pues el radicalismo de izquierdas del presidente Zapatero ha provocado un clima de enorme inquietud. Existe la percepción de que se están agrietando los pilares del sistema constitucional y eso produce temor y genera incertidumbre.

Después de cuatro años de Gobierno socialista, el panorama en el terreno político no puede ser más desolador. So pretexto de recuperar la memoria histórica se ha vuelto a la dualidad derecha-izquierda como si se tratara de dos realidades impermeables destinadas al desencuentro y confrontación permanentes. La inmensa mayoría de los protagonistas de la guerra civil ya no están en este mundo, pero desde la izquierda se pretende ajustar cuentas a los que consideran herederos políticos de los vencedores, como si la derecha de hoy tuviera algo que ver con la derecha de ayer, del mismo modo que la izquierda de hoy tiene poco que ver con la de ayer, aunque la actual deriva de Zapatero parezca conducirla de manera progresiva hacia la vuelta a posiciones ideológicas incompatibles con el siglo XXI y que tanto daño hicieron en el pasado a la convivencia en España. Por cierto, y para mayor inconsecuencia, en la nómina de los grandes bonzos de la progresía española encontraríamos a gran número de hijos o nietos de destacados colaboradores del régimen franquista.

Otro efecto del radicalismo ha sido la irrupción en la escena pública del viejo y trasnochado laicismo en su versión más anticlerical. Los ataques a la Iglesia Católica son cada vez más frecuentes. Nadie se inmuta ante gravísimas ofensas a los sentimientos religiosos. Una y otra vez se plantean en el Congreso iniciativas dirigidas a suprimir lo que califican como privilegios eclesiásticos. Se niegan a reconocer que fuera de la Iglesia Católica no hay ninguna organización no gubernamental que lleve a cabo una labor de educación de la ciudadanía tan intensa y exprese con tanta contundencia su compromiso con la vida, la paz, la libertad, la justicia y la lucha solidaria con los más desfavorecidos de nuestra sociedad.

La recuperación de la memoria histórica con orejeras de izquierda ha tenido otro efecto perverso. En ella se basan quienes ponen en cuestión la monarquía que, se quiera o no, es otro de los pilares del actual Estado constitucional: la Corona ha desempeñado, sin romper su neutralidad política, un papel esencial para la consolidación y estabilidad de la democracia española. La quema de retratos no obedece a una especial inquina contra el rey, que tiene valor probado en defensa de la democracia. Apunta directamente contra la unidad de la nación y la permanencia del Estado, valores que ha encarnado y encarna ejemplarmente la Corona. Los ultrajes a la bandera nacional responden al mismo objetivo: la destrucción de la unidad de España. Haría bien Zapatero en empeñarse en apagar este fuego a tiempo antes de que adquiera proporciones devastadoras.

El Estado de las autonomías también ha sufrido el embate del radicalismo de izquierdas. Zapatero sorprendió a todos al relativizar el concepto de nación, pero pronto se vio que no tenía otro propósito que el de permitir al nacionalismo catalán apropiarse del término para aplicarlo a Cataluña en el nuevo Estatuto. Y sin atreverse a plantear una reforma constitucional el presidente ha permitido que se despoje al Estado de buena parte de las competencias que la Constitución le reserva en exclusiva para garantizar la igualdad básica de los españoles.

El presidente repite con frecuencia que quienes hemos denunciado el hachazo que todo esto significaba a la unidad de la nación debiéramos tener la humildad de reconocer nuestro error porque, a su juicio, España no sólo no se ha roto sino que está hoy más cohesionada que nunca. Por desgracia, los hechos desmienten al presidente. Ni Maragall ni Montilla han proclamado de forma revolucionaria el Estado Catalán desde el balcón de la Generalidad, como hicieron en 1931 y 1934 los honorables Maciá y Companys. Pero su discurso, a coro con Pujol y Mas, es de ruptura y no de encuentro. Para más inri, los separatistas comparten Gobierno con los socialistas en Cataluña sin abdicar de su visceral espíritu antiespañol y se han convertido en uno de los socios más sólidos de Zapatero en Madrid. La consecuencia de todo esto es la creciente batasunización de la vida política catalana por más que los políticos nacionalistas se empeñen en negar su existencia, entre otras cosas porque ellos, por ahora, no la padecen.

En el frente del Norte el destrozo no ha podido ser mayor. No me refiero sólo al estrepitoso fracaso del proceso de paz impulsado por el presidente, sino a otro hecho que tiene para mí una importancia capital. Durante el debate del plan Ibarreche en el Congreso, Zapatero se sumó a los nacionalistas para certificar la defunción del Estatuto de Guernica como fórmula de convivencia constitucional para, a renglón seguido, comprometerse a negociar un nuevo marco político y de convivencia para el País Vasco. Ibarreche acaba de tomarle la palabra y ahora le reclama negociar ese pacto político para someterlo a referéndum. El Gobierno proclama su voluntad de mantenerse firme frente al anuncio del lehendakari. Y eso está muy bien. Pero hubiera estado mejor no haber derogado, como hizo Zapatero, el delito de convocatoria ilegal de refrendos introducido en la anterior legislatura precisamente para cortar de raíz cualquier intento de violar la Constitución.

En los últimos tiempos, Zapatero intenta echar marcha atrás. Quiere ahora ser más patriota, más enérgico frente al terrorismo y más defensor de la ley y del orden constitucional que nadie. Ha intentado hacer política social, pero se encuentra con que apenas le quedan competencias. En vista de ello ha decidido romper la hucha y repartir el ahorro nacional en bonos electorales. Pero quien siembra vientos recoge tempestades. Nadie se cree que se haya arrepentido de ser un radical de izquierdas.

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